LA imagen que mejor explica el alud de sublevaciones que se está registrando en gran parte del mundo islámico es la de una mortandad en un geriátrico. Más que por una epidemia, allá la gente se muere ante todo de vieja. Y en esta crisis política, el único factor común en todos estos países ha sido el hundimiento de las gerontocracias; ninguno de los dirigentes caídos o en peligro de ser echado lleva menos de tres decenios en el poder. Naturalmente, existe también otra serie de coincidencias: todas estas naciones son pobres, están regidas por dictaduras o regímenes autocráticos, el poder lo garantizan fuerzas armadas y policía, y en todas ellas el modelo político ha privado de bienestar actual y futuro a sectores mayoritarios de la sociedad, comenzando por la juventud. Pero a partir de aquí, en cada una de estas naciones la crisis ha tenido sus características propias. Así, si bien en Túnez y Egipto el detonante de las sublevaciones fue el enfrentamiento de los respectivos presidentes con sus ejércitos, los motivos diferían. En Túnez la ruptura se produce porque el clan del presidente Ben Ali monopolizaba todas las actividades lucrativas. Y en Egipto, donde el poder ha estado ininterrumpidamente en manos de los militares desde la llegada de los mamelucos, porque Gamal Mubarak, hijo del presidente y sucesor previsible, anunció que una vez presidente emprendería una ola de privatizaciones de los principales sectores de la economía del país. Esto habría significado el fin del tinglado de empresas de servicios del Ejército, en manos del generalato, que trasegaba una parte más que importante de los 1.300 millones de dólares anuales que enviaba EEUU como ayuda militar a su principal aliado islámico del Oriente Próximo.
En el Yemen, el país más pobre del mundo árabe, el presidente Saleh lleva 30 años largos en el poder con la ayuda de Arabia Saudita, y el Gobierno saudí está actualmente dividido sobre el curso político que le ha de imprimir al Yemen, un país tribal, cuyos territorios más extensos fueron siempre muy afines al marxismo. En realidad, el poder real del Gobierno de Saná nunca alcanzó más allá de una centena de kilómetros en torno a la capital.
En Bahrein y Jordania el trono se apoya en un sector minoritario de la población (suníes y beduinos, respectivamente) que en ambos países ven con inquietud cómo el declive económico les está afectando cada vez más y cómo los recursos físicos e intelectuales de sus monarcas no están a la altura de la problemática actual. Y algo parecido sucede en el Irán, república teocrática, donde los treinta años largos de poder revolucionario han acabado por dejar de forma exclusiva el poder y los principales recursos económicos en manos del sector de los ayatolás aliado a los Guardianes de la Revolución. Y como en los tiempos del sha de Persia, ahora están contra el Gobierno iraní tanto la juventud como la clase media urbana y la clerecía apartada del poder.
Libia fue siempre un país tripartito que la dictadura de Muamar El Gadafi hizo creer que estaba unificado. Ahora, tras 40 años de mandato casi onírico, la senectud del líder y su correspondiente debilitamiento dejan aflorar de nuevo la Libia de los tres centros de poder. Para terminar, a medio camino habría que situar a Argelia, donde los montañeses nunca acabaron de identificarse con la Argelia independentista, donde un generalato de edad venerable monopoliza el poder y los negocios en detrimento de los aperturistas, los islamistas radicales y la juventud desesperada por no tener ni presente ni porvenir en su propia patria.