SE abre el telón… y aparece una cofradía levantina de moros y cristianos a ritmo de pasodoble -todos ellos con sendos maletines e impolutamente trajeados- donde los malos son los buenos y los buenos son peores. ¿Cómo se titula la película?: Herr Gürtel y el sastre de Panamá.

Sinopsis: don José Tomás, sastre de la firma Forever Young, confecciona trajes de alta gama, algunos realizados para altos cargos del PP, como el caso del todavía presidente de la CCAA de Valencia, señor Camps. Hasta ahí nada hay que haga sospechar de la intriga judicial que está a punto de destaparse. El misterio salta a la palestra en el instante en que las facturas de dichas prendas no aparecen. Es entonces cuando, desde el lumpen subterráneo, emerge el susurro de Garganta Profunda (que ya había hecho un papelito en otro filme de éxito) para ir filtrando detalles del tinglado en dosis homeopáticas, de cuyas resultas se verifica que dichos trajes no fueron de balde, ni pagados con tarjetas de crédito, sino apoquinados con billetes de 500 uno encima de otro (sépase que los modelitos importaban alrededor de 14.000 euros).

El guión, basado en hechos reales y de propósito edificante, acaba con los implicados del caso eligiendo no sólo la talla y el color, sino el tejido del atuendo, ya sea en raya diplomática o raya presidiaria. Con todo, sorprende que unos trapos den para tanto. Nunca antes este oficio había alcanzado tal nivel de popularidad, a excepción del famoso adagio My taylor is rich. De hecho, y como lo ironizaría Cabrera Infante: A qué tanto ruido si sólo se trata de tres tristes trajes.

El problema (y aquí pasamos de la intriga judicial al entremés de corrala) es la corrupción, más en concreto el cohecho, amparado, consentido o, al menos, minimizado por una élite política -parte de la cual aspira a gobernar este país- que luego nos exige a los demás limpieza y transparencia democrática, tanto como ímprobos esfuerzos para salir de la crisis.

El nódulo no es el señor Camps, que quizá acabe sus días como su correligionario Jaume Matas, defenestrado de la foto coral como hiciera Stalin con Trotsky, sino el señor Rajoy, que desde el primer momento gestionó los desatinos del PP valenciano de modo calculado. Sólo que la tramoya de la conspiración exterior, con la que intenta trampear la situación, difícilmente puede aguantar el peso de los hechos. A Rajoy le puede ocurrir como a Zapatero con la crisis, que a fuerza de negar la evidencia el electorado acabe negándole la confianza (aunque nunca faltan nuevos candidatos dispuestos a mejorar el ranking predictivo, como el señor Rato en el FMI).

El caso Gürtel ha acabado siendo un inagotable catálogo de las corruptelas más habituales de la trastienda política, ésas que nunca salen en los telediarios. Sin embargo, para afrontarlo, la doctrina oficial del PP ha preferido celebrar sus favorables sondeos electorales y lo patriótico que resulta unirse ante la adversidad. Aunque, lejos de la farándula política, la investigación judicial (17.000 folios de sumario) sigue señalando al señor Correa, alias Don Vito, como el cabecilla de una red que llegó a organizar un entramado de empresas de eventos, cebada con fondos públicos provenientes de sobornos a funcionarios de la Administración vinculados al PP de Valencia, Madrid, Castilla y León y Galicia. Siendo lo más inmoral que este quebranto surja justo cuando el país tiene al cuello una soga de más de 4 millones de parados.

Pero la corrupción no sabe de ideologías. Malaya, Astapa, Gürtel, Pretoria... son operaciones policiales que han marcado hitos en la continua lucha contra la orgía del fraude nacional, capaz de afectar tanto a grandes como a pequeños partidos. De ahí que voces cualificadas clamen por un gran pacto de Estado que aborde profundas reformas legales, administrativas y penales.

El sistema de financiación de las corporaciones locales es su principal caldo de cultivo. Los consistorios se nutren principalmente de convenios urbanísticos -vía regia para la corrupción-, sobre todo si el municipio se ubica en zona costera y además goza de clima cálido, entonces el cóctel explosivo está servido. El funcionamiento de la trama sigue un mismo patrón: por un lado, se necesita un edil, concejal de Urbanismo o técnico municipal del sector dispuesto a llenarse los bolsillos. Por otro, empresarios sin escrúpulos o constructores cansados de no obtener una sola obra de forma legal. Finalmente, un intermediario que, a cambio de un buen pellizco del pastel, conozca ambos terrenos y ponga a las partes en contacto.

Algunas adivinanzas y un par de mociones: ¿Por qué nunca escarmentamos? La principal razón es el elevado número de cargos de designación política en las instituciones nacionales, autonómicas y, sobre todo, locales, que acaban formando redes clientelares basadas en el triunfo electoral de su partido. Aunque en la UE, sobre todo la meridional, la cosa no pinta mucho mejor. Y fuera de las fronteras comunitarias, mejor no hablar.

Sin embargo, los EEUU, tantas veces vilipendiados por la vanguardia europea, tal vez puedan aportarnos una somera idea al respecto. Entre finales del siglo XIX y principios del XX, muchas ciudades norteamericanas soportaban niveles de corrupción estratosféricos. No hay más que recordar los desmanes producidos por la nefasta Ley seca, donde los ayuntamientos eran rehenes de redes clientelares, incluso criminales. Poco después, la extensa politización de las administraciones locales -y, de su mano, la corrupción- descendió de forma radical.

¿Qué hicieron para ello? Sustituir el tipo de gobierno llamado Strong-mayor (el que predomina en España, donde alcalde y corporación municipal acumulan casi todo el poder) por el de City-manager (los cargos electos tienen capacidad legislativa, pero el poder ejecutivo pasa a manos de un profesional nombrado por una mayoría cualificada de concejales y por un periodo de tiempo no coincidente con el ciclo electoral, reduciendo así el grado de dependencia política). Es decir, tratar de encontrar mecanismos institucionales para seleccionar empleados públicos cuya continuidad en el cargo dependa de su competencia o mérito, no de su lealtad política.

¿Podremos alguna vez aspirar a una administración más flexible y eficiente, y de paso menos corrupta? El principal escollo es que el debate público está atrapado entre dos frentes: por un lado, los partidos políticos, al rebufo de la tradicional rigidez de la Administración pública, han propiciado instituciones que permiten una elevada politización en detrimento de la eficiencia, favoreciendo así la tentación de la corrupción. Por otro, tenemos un funcionariado que aboga por la continuidad de un sistema de empleados públicos inamovibles.

¿Hay razón para la preocupación? Para nada. Quienes siguen padeciendo las derivas de la alta politización administrativa sólo son los de siempre: los ciudadanos. Y así seguirá siendo hasta que estalle un nuevo Gürtel o hasta que Don Vito nos organice otro sainete valenciano.