¿POR qué nos han cogido por sorpresa -una vez más- los movimientos revolucionarios de Túnez, Egipto, Libia, Yemen, Jordania y Argelia? ¿Qué ha hecho que los ciudadanos de estos países, de repente, viesen, por fin, la luz y decidiesen manifestarse a favor de la democracia y contra unos regímenes corruptos que han durado décadas? ¿Pueden compararse estos fenómenos con los cambios de régimen que se produjeron en la Europa del Este el año 1989? Las teorías de la acción colectiva pueden aportarnos algunos elementos de análisis para responder a estas preguntas, empezando por reconocer la impredictibilidad de estas situaciones.
El economista Timur Kuran, en su libro Private Truths, Public Lies (Verdades privadas, mentiras públicas) al analizar las revoluciones que asociamos con la caída del muro de Berlín, y cuán desprevenidos -también- nos cogieron, destacaba la importancia de distinguir entre las preferencias públicas y las privadas, lo que la gente expresa y lo que cree de verdad. En un régimen dictatorial es obvio que la diferencia entre ambas es máxima debido al riesgo que entraña la sinceridad. El peligro, no obstante, no es constante. De hecho, depende de cuántos ciudadanos estén dispuestos a declarar sus verdaderas opiniones sobre el régimen. Cuantos más sean, menor el riesgo, pero siempre es difícil saber cuánta gente estará dispuesta a revelar sus preferencias privadas en un momento dado. Las expectativas sobre lo que harán los demás es un elemento clave en todo tipo de revoluciones. La inmensa mayoría preferiría que todo el mundo fuera sincero, pero todo el mundo, al tener miedo, espera que sea otro el que inicie el "camino hacia la sinceridad" colectiva (produciéndose una situación estratégica a la que en ciencias sociales acostumbramos a referirnos como "dilema del prisionero").
Un pequeño cambio en el contexto, sin embargo, puede cambiar este orden de cosas. Por ejemplo, un episodio de inmolaciones en diversos puntos del país, como el vivido en Egipto (más de media docena). Se trata de un hecho que nadie podía prever, aunque el impacto de los mismos siga la misma lógica de otras ocasiones. En primer lugar, ninguno de los egipcios que se inmoló siguiendo el ejemplo del muchacho tunecino reclamaba un cambio del régimen político, sino una mejora de sus situaciones económicas personales. Ahora bien, sus acciones supusieron un punto de coordinación implícito, un cuándo y un dónde, aunque no fuera de manera voluntaria: hoy, delante del hospital. De pronto, unos pocos ciudadanos sin un perfil político (el vecino de al lado) se encontraban en la calle para protestar o interesarse por lo sucedido y, aunque -una vez más- sus acciones no pudiesen ser catalogadas de contrarias al régimen, empezaban a servir para que algunos de ellos y otros ciudadanos comprobasen, quizás con estupor, que no estaban solos en el silencio. De hecho, muchos vieron sus expectativas sobre la voluntad de protesta de sus conciudadanos superadas por la realidad. Algunas preferencias privadas, ocultas durante décadas, empezaban a visibilizarse, todavía tímidamente, fuera de los circuitos habituales de los opositores.
Pero el umbral de riesgo percibido aún debía bajar más para que esas acciones pudiesen arrastrar a muchos más. Aquí es donde entra el segundo factor: los jóvenes blogueros. Un porcentaje ínfimo de la población que marcará la diferencia. Sus conocimientos sobre internet les permitieron bajar en picado los costes de coordinarse (sin la estructura de una organización) y amplificar las protestas de los primeros estableciendo un puente entre los que ya se encontraban en la calle -una minoría- y las mayorías que jamás se les hubieran unido si no hubiesen tenido alguna garantía de que muchos otros también estaban dispuestos a hacerlo. Y todos lo podían hacer al mismo tiempo gracias a las gestiones de los bloggers. Así, tan importante como esos líderes involuntarios, los inmolados, se nos aparece el papel de los segundos, los primeros seguidores, esos jóvenes con información y conocimientos que en el marco de la coordinación implícita ofrecida involuntariamente por los primeros, constituyen la primera y necesaria anilla de una cadena de arrastre que resultaría imparable.
Probablemente, en los últimos días no ha habido ningún cambio de preferencias (privadas) generalizado, nadie se ha convencido por fin de la corrupción del régimen. No han deseado su fin más intensamente que hace un mes, ni la oposición se ha organizado mejor, ni han contado con un nuevo apoyo de una potencia extranjera. No han despertado, sino que han podido: pequeños cambios en el contexto se lo ha permitido. Les ha sido posible la coordinación mínima para poner de manifiesto esa preferencia oculta consiguiendo generar una acción colectiva que hasta hace unos días era imposible de llevar a cabo. El poder de los que son muchos ha conseguido oponerse al poder de la fuerza. En otros países del entorno, y Libia es un ejemplo, pasa algo parecido, aunque la ventana de oportunidades se va cerrando para el llamado "efecto contagio", que no es otro que la posible coordinación implícita que las noticias de lo acontecido en Túnez y Egipto pueda generar en sus respectivas poblaciones.
Elementos similares se dieron en la ola revolucionaria de 1989. En Checoslovaquia fueron las protestas estudiantiles por la mejora de la universidad (no contra el régimen) las que desencadenaron, con la ayuda de los actores y el público de los teatros que sirvieron de amplificadores, un cambio de expectativas generalizado. Los elementos de coordinación implícita en otros lugares pueden ser tan anodinos como los cantos patrióticos tradicionales que empezaron a escucharse más allá de los festivales veraniegos de canto coral en las repúblicas bálticas, en la que muchos llaman la "revolución cantada". Las canciones visibilizaron la verdadera dimensión del colectivo de los que querían un cambio de régimen pese a la manipulación de los medios de comunicación que lo minimizaba. La música siempre ha sido peligrosa. En Alemania Oriental las protestas iniciales se dieron en estaciones de tren donde se concentraban ciudadanos haciendo cola para poder subir a los pocos trenes que llevaban a los más jóvenes de vacaciones al mar Negro y Hungría (desde donde algunos buscaban cruzar el Telón de Acero). Los retrasos y mala gestión ferroviaria permitió que centenares de alemanes se encontrasen, de repente, juntos sin una convocatoria expresa, que hubiese sido perseguida, y del grito inicial "Queremos irnos (de vacaciones)" se pasara a corear "No nos iremos de aquí (de la estación)", para dar paso al definitivo "No nos queremos ir del país": queremos cambios. Pequeños cambios, grandes impactos si se dan las condiciones necesarias (perestroika en un caso, crisis económica y carestía alimentaria en otro). Nada nuevo. Todo nuevo.