EL principio de acuerdo para la reforma del sistema público de pensiones entre el Gobierno, CCOO y UGT -continuación del que socialistas y CiU suscribieron en el Congreso y que, con el apoyo de PNV y CC, flexibiliza el retraso de la edad de jubilación a los 67 años-, no es sino el final predecible tanto por la situación general, la actual y la prevista, como por la particular en la que se movían el Ejecutivo y los sindicatos. El primero, encorsetado entre la presión internacional causada por la deuda del Estado y la amenaza de una ruptura definitiva con la principal base social de su electorado. Los segundos, atrapados entre la necesidad de limitar una reforma que amenazaba conquistas laborales y el temor a plantear medidas de fuerza que, de sumar un nuevo fracaso, les hubiesen abocado a la total pérdida de credibilidad y de futura capacidad de presión, especialmente con un cambio de gobierno en el horizonte. Y ambos, condicionados por los efectos generales de la crisis y por los datos económicos y los análisis demográficos que cuestionan la sostenibilidad del sistema de pensiones en las condiciones actuales a medio-largo plazo. Ciertamente, el acuerdo parece introducir factores de flexibilidad, progresividad y cierta voluntariedad, además de rebajar pretensiones que se antojaban, a priori, un exceso difícilmente justificable en términos generales, como exigir 41 años de cotización para poder jubilarse a los 65 años en un mercado laboral como el español, donde las sucesivas legislaciones se han ocupado de fomentar el contrato basura, la temporalidad y un inquietante paro juvenil que, hoy en día, se ha convertido en una vergüenza sonrojante, hasta el punto de que Angela Merkel se permite ofrecer trabajo a toda una generación de profesionales a los que este Estado parece haber renunciado. Probablemente, la solución alcanzada esté en la categoría de lo menos malo dadas las circunstancias -aunque la ampliación de la base de cotización para el cálculo de la pensión a los últimos 25 años ha permanecido en un segundo plano y tiene que empezar a dar mucho de qué hablar-, pero precisamente eso debería ser el estímulo para ahondar en una reforma real que garantice el futuro del Estado del Bienestar y que se sostenga en términos de justicia de social y no sólo en función la casi siempre siniestra lógica de los mercados.