Difícil para profanos en la materia como yo valorar en su justa medida la caída de Al Asad en Siria. Hay seguramente una primera consideración incuestionable: el derrocamiento de Al Asad y su huida a Moscú representa la caída de medio siglo de sangrienta tiranía. De las muchas imágenes de estos días, destacaría la de los llamados Cascos Blancos buscando celdas ocultas en la cárcel de Seidnaya, próxima a Damasco. Buscaban celdas ocultas en una prisión que Amnistía Internacional ha calificado como “un matadero humano”. El Observatorio Sirio de Derechos Humanos cifró en 30.000 personas las que murieron torturadas, maltratadas y ejecutadas en Seidnaya entre 2011 y 2018. Luego está el qué vendrá, como el a todas luces complejísimo encaje de las diversas fuerzas opositoras al régimen. Y, abriendo el foco, la influencia exterior de otros países, eso que se llama ampulosamente geopolítica, con gobiernos como los de Ankara, Moscú o Washington en posición destacada, sin olvidar a Israel, que no ha perdido tiempo y ha atacado el país entrando en suelo sirio por primera vez desde 1973: Siria es ya otro frente caliente en el tablero geopolítico de un Oriente Medio marcado a sangre y fuego por la ofensiva de Israel en Gaza. Esperanza o incertidumbre son dos de las palabras que se repiten en las crónicas de estos días. Ya veremos.
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