AL final, resulta que las cosas importantes se simplifican bastante. Las cosas importantes para ser feliz, digo. Y no hablo de necesidades básicas, porque son eso, básicas. Hablo de esos pequeños extras que nos alegran la vida. De las cañas con los amigos una noche de diciembre mientras en la calle se congela el tiempo, de las risas porque alguien ha pedido una sin -¿tienes algo que contarnos?- o de los brindis porque, sí, otros que se casan. Del debate de todos los años durante las últimas décadas: ¿carne o pescado para Nochebuena? De las sobremesas en casa que reúnen a la familia desperdigada los días no señalados, de las historias contadas cien veces -sí papá, no dejé que me ataras el globito y salió volando-, de las mismas discusiones, las mismas miradas y las mismas sonrisas. Del recuerdo de quienes ya no están pero siguen en cada anécdota, en cada plato favorito que sigue ahí, porque no podría ser de otra manera, porque el dolor no es eterno y sí lo es la memoria. Del reencuentro, de esa charla tranquila para ponerte al día con quien hace tiempo que no ves, del abrazo con el ser querido, del placer de celebrar con alguien San Quiero, del pintxo de tortilla después de ver a Olentzero y de esos magníficos regalos imposibles -¡qué gran sombrero mamá!-, de los champanes previos a la cena a la Nochevieja y del patxaran asesino de hace tres años. Y de la fortuna de compartirlo todo con alguien. En fin, que a pesar del exceso de azúcar, la cosa va de que charlemos, riamos, lloremos lo imprescindible, abracemos, besemos y celebremos. Que ya vendrán a jodernos, no lo duden. Feliz Navidad.