ME llena de orgullo y satisfacción comunicarles, dilectos lectores, que el mensaje del rey volverá a emitirse por la tele vasca, y no me refiero a Aragorn agradeciendo a los hobbits su ayuda durante tres películas, sino al descendiente de la casa borbónica sentado en un sillón y deseando felices fiestas a quien se atreva a seguir sus palabras. La historia, la polémica si quieren, es tan tonta como la del año pasado. Mientras los partidos llamados constitucionalistas (¿constituyen algo?) consideran que el hecho de emitirlo es un síntoma de normalidad democrática (el adjetivo puede aplicarse de un tiempo a esta parte a cualquier sustantivo), los demás lo ven como una intromisión en el paraíso vasco, en pantalla plana o televisor culón. Y hay hasta quien esgrime en defensa de la perorata regia los buenos datos de audiencia que consiguió el año pasado, sin darse cuenta de que hubo muchos que lo sintonizaron en la euskaltele porque el aparato estaba encendido ya en ese canal y para comprobar si el monarca decía o hacía algo fuera de lo normal, más fuera de lo normal, quiero decir. Me parece absurdo ocupar un rato de programación en la parrilla del txori cuando hay otros canales que ofrecen el mensaje del cetro y la tiara sin preguntar: quien quiera verlo, puede hacerlo. En realidad, lo absurdo es el mensaje en sí, cualquier mensaje navideño de próceres elegidos o impuestos, como es el caso. No necesito que me felicite ni el alcalde, ni el lehendakari, ni el diputado general, ni el presidente de España, ni él. ¿El orden es el bueno?
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