Cristo no cabe en ninguna iglesia; la reventaría por dentro. Pero la casta pontifical que él siempre denunció, lo volvería a matar, porque al poder le horroriza su mensaje. Jesús transciende su tiempo, es de todos: un arquetipo, un sueño, de la humanidad que hoy se hace cuerpo y carne no para que lo instaláramos en un altar o una peana, sino para que cada mujer y cada hombre tomen conciencia de lo que cada hombre y cada mujer en su corazón custodian. Más allá de toda distinción, de toda cultura y raza, de toda religión.

Jesús llamó Padre a esa ternura innata que todo ser humano alberga y es capaz de sentir si se vacía de dogmas, de estructuras, de programaciones: una conciencia de ser, y de vivir y ser vivido, en la que las personas pueden hallar su sentido no porque sean católicos, budistas, musulmanes o ateos, sino por el hecho simple de haber nacido. La experiencia de albergar lo divino es un derecho de nacimiento, sin mediadores ni remediadores, sin ritos ni rituales. Es más, cuanto más desposeído de poder soy, más consciente puedo ser de esa verdad que en cada ser habita e interpela.

Francisco de Asís, el segundo Cristo occidental, tampoco cabe en organización alguna, incluida la franciscana. Se comprobó en el siglo XII y lo estamos viendo ahora: su estilo de vida liberador destroza cualquier intento de adaptación, por muy disfrazada de modernidad que se presente.

Aquí ser original es sinónimo de raro, pero la vida nada tiene que ver con las organizaciones que hemos montado. Y los que sugieren la Vida son puestos en tela de juicio, juzgados, orillados, como los sin techo, como Jesús y Francisco, que son plaga.