SI usted tiene coche, es difícil que no cuente también con un gepeese (de carecer del aparato, sirvan estas líneas como sincera felicitación: su resistencia es digna de elogio). El bicho, un eslabón más en la cadena de la esclavitud moderna, está por todas partes y hasta lo he visto regalado en algún banco por una modesta aportación dineraria a plazo fijo. Los hay en las tiendas de tecnología, en los chinos, que de todo tienen, y a este ritmo pronto llegará a los quioscos y por entregas. He resistido durante meses a su llegada al salpicadero del coche familiar, pero ahí vive ahora, orgulloso de la labor prestada durante estas vacaciones, añorando la conexión al encendedor, tan directa, intensa y sincera. Mentiría si dijera que lo mejor que me puede ofrecer es su silencio, así que voy a mentir: cuanto más callado está más aprecio despierta en mí. Y aquí precisamente es adonde quiero llegar, a su mudez. Nos pasamos la vida renegando contra quien nos ordena lo que tenemos que hacer, ya sea en el ámbito laboral, familiar o social; y si es cierto que a nadie le agrada oír exigencias sobre comportamientos o acciones, cómo es posible que le permitamos a una máquina excesos como los que comete y el tono que utiliza: "salga por la rampa de la derecha", "colóquese en el carril de la izquierda", "siga por esta carretera durante 48 kilómetros", "en la rotonda, tome la tercera salida" y, tras un despiste, sin duda disculpable por cualquier motivo, el aparato osa exigir un "dé la vuelta ahora". A pocos permitiríamos hablarnos así, ¡oh gepeese!
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