LLEVO ya algunos años acudiendo al Azkena Rock Festival más que nada como un ejercicio de investigación para comprobar hasta qué punto la apuesta emprendida por este periódico con este macro evento merece la pena. Reconozco que no soy un gran aficionado a la música y que, aunque me gusta el rock de vez en cuando como a casi todo el mundo, la mayoría de los nombres de los artistas que cada año se reúnen en Mendizabala me suenan más bien poco. Tengo amigos y compañeros que sí son auténticos apasionados y entendidos en este mundillo, que se afanan en venderme las virtudes o defectos de tal o cual banda, que insisten en que la cita con el ARF es de obligado cumplimiento, tanto en el plano personal como en la faceta profesional habida cuenta de su repercusión social. "Si vas te darás cuenta de la gente que mueve, de la calidad que ofrece, del interés que despierta para los lectores de DNA"... No es necesario que me insistan más, de verdad, que ya estoy convencido. Una cosa es no ser un apasionado de la música -qué le vamos a hacer- y otra bien distinta es no disfrutar como el que más de un buen concierto y del descomunal ambiente que se vive alrededor del Azkena. No me sé los nombres de los cantantes, las trayectorias de los grupos ni las letras de la mayoría de las canciones. Tampoco sé si son buenos o peores y el porqué. Pero eso no es óbice para que alucine con el montaje de Kiss, rememore viejos tiempos con los Sex Pistols, me divierta con la pretendida rebeldía de Juliette Lewis o flipe con un japonés tocando la batería en pelotas. ¡Viva el ARF!