EL liberalismo, el ideario histórico que defiende las libertades públicas y privadas, es una gran doctrina democrática a la que pertenecen desde John Stuart Mill y su defensa de las mujeres hasta el republicano español Manuel Azaña. El liberalismo de hoy, el que solamente exige libertad para eso que eufemísticamente se llama los mercados, es decir, la especulación internacional y sus asociados bancos, el capital de la Bolsa de New York y la City londinense, desligado de la producción, es algo perjudicial para toda la humanidad.
Así que el llamado neoliberalismo nada tiene que ver con la libertad de los seres humanos y sí con las nuevas formas de dictadura económica sobre la política a escala mundial. En un mundo en el que ni siquiera Barack Obama sabe dónde está la autonomía gubernamental y política con respecto a los centros financieros de decisión económica y sus correspondientes grupos de presión.
En los años treinta del pasado siglo hubo una interesantísima discusión sobre todo esto. John Dewey escribió en 1935 un famoso artículo titulado El futuro del liberalismo, que se publicó en el Journal of Philosophy. Dewey señaló allí los defectos estructurales del liberalismo norteamericano: a) ver como el mayor de los pecados el intervencionismo gubernamental y estatal en la economía; b) contemplar con suspicacia y animadversión cualquier solución colectiva en la que los individuos dejasen de ser unos átomos newtonianos -así les llamaba- con la consiguiente negación de la justicia social a cargo del Estado.
Pero el mayor vicio que criticaba Dewey era la confusión entre naturaleza y mercado. La oferta y la demanda -escribía el filósofo norteamericano- no son leyes naturales. La doctrina del laissez faire no expresa el orden esencial de la naturaleza. Los mercados, como todo en este mundo, son obra de la voluntad humana, y si se les deja a su completo libre albedrío, pueden causar más daño que los tifones, terremotos y galernas. Es más, la crisis que Norteamérica padecía entonces la engendró el abuso y descontrol del mundo de los negocios.
En esas estamos, porque en casi todos los medios de comunicación internacionales se acepta al unísono la doctrina del déficit público como si fuera el anticiclón de las Azores. Es más, a quienes no pensamos así se nos reprocha nuestro carácter utópico e irreal como si nada se pudiera hacer en este mundo. Menos mal que economistas como Joseph E. Stiglitz han advertido sobre Los peligros de la reducción del déficit. Sí, los peligros de apretarse el cinturón, las tijeras contra los derechos sociales y toda esa letanía a la que nos someten a todas las horas en los medios de difusión de las noticias. Porque a una economía anémica en su desarrollo, como es la nuestra europea, lo que menos le hace falta es restringir la inversión pública, la acción continua gubernamental, y el escandaloso olvido de gravar con impuestos a la industria financiera que creó la crisis actual. Esa reducción del déficit a corto plazo puede conducir a una gran recesión y a un fenomenal estancamiento.
Así que podría haber vida más allá de la actuación de "los halcones del déficit" (así les califica Stiglitz) y recordar que, a largo plazo (un plazo maldito para los especuladores partidarios siempre del corto), la educación, el despliegue tecnológico y de la infraestructura, también conducen a la reducción del déficit en períodos amplios de tiempo. Bueno, por de pronto, no caigamos en la trampa de pensar que el mercado libérrimo o la reducción inmediata del déficit son tan inevitables como las fuerzas de la naturaleza y sus movimientos sísmicos.
La segunda cuestión atañe a las relaciones laborales. Se presenta la reforma próxima como un bien en sí misma o como algo moderno. Hay que mirar el diccionario, porque moderno es lo actual, lo que no es antiguo, lo que ha superado lo anterior. Y que las relaciones de trabajo no estén sometidas al control judicial es más viejo que nuestras murallas medievales; jurisdicción laboral o mecanismos similares que no aparecieron en España hasta la Segunda República, que tuvo a bien crear hasta una Sala de lo Social del Tribunal Supremo.
Que el trabajo no sea ya un derecho sino un coste económico, y el despido esté tan condicionado por la contabilidad como la maquinaria, no es ningún descubrimiento y nos retrotrae completamente al siglo XIX. Que se presenten las relaciones laborales de modo tan privado como las agencias de colocación, y el contrato de trabajo como una figura que se suscribe entre iguales que no lo son nunca, nos conduce al pasado, a cuando el trabajador se sometía al Código Civil del amo, a cuando no existían los convenios colectivos ni la legislación social. A cuando el obrero de Karl Marx vendía su fuerza de trabajo (es decir, se vendía él mismo) por equis tiempo y equis dinero, sin soñar para nada en la existencia de unos derechos sociales, pues el trabajo todavía era, como ahora se nos propone, un mero coste de una partida contable.
Todo lo que se dice es pura antigualla. Son las doctrinas de Adam Smith, las teorías de ganadores y perdedores, el mercado de la mano invisible que todo lo mueve y todo lo soluciona, el vilipendio del Estado y de todo servicio público, la persistencia en los errores que condujeron a la crisis vestidos de desregulación neoliberal, cuando lo moderno -frente a Smith- es Keynes. Cosa que se atrevieron a decir algunos en los primeros tiempos de esta crisis. Es decir, inversiones a largo plazo, intervención de los poderes públicos y? ponerle el cascabel al gato de la especulación, a los beneficios de las sociedades inversoras, coto a los intereses de las sociedades de los fondos privados de pensiones (alianza internacional que presiona para reducir las públicas), al capital proveniente de la españolísima figura del pelotazo y al no menos hispánico fraude fiscal con su tamaño elefantiásico.
Por lo menos, que no nos tomen por bobos en el país de la deuda privada que enjugamos los empleados públicos (y encima hay quien lo aplaude, sin ver el ataque a la sanidad y la educación del Estado social de toda la ciudadanía, que es donde están la mayoría de los funcionarios). Pese a todo, el liberalismo y el republicanismo son algo muy positivo en la historia cuando no se reducen sus ideas a la ley del mercado y la del más fuerte; por eso me permito transmitir las opiniones de un gran liberal, que debo al profesor Virgilio Marco. Se trata de Thomas Jefferson, quien decía en Estados Unidos y en 1802: "Pienso que las instituciones bancarias son más peligrosas para nuestras libertades que ejércitos enteros listos para el combate. Si el pueblo norteamericano permite un día que los bancos privados controlen su moneda, los bancos y todas las instituciones que florecerán en torno a los bancos privarán a la gente de toda posesión, primero por medio de la inflación, enseguida por la recesión, hasta el día en que sus hijos se despertarán sin casa y sin techo, sobre la tierra que sus padres conquistaron".
Lo moderno y lo valiente en realidad son las opiniones de Jefferson y no las de Angela Merkel, esa sierva de Adam Smith reconvertida en la nueva señora Thatcher de los dominios del euro.