EN el amplio abanico de posibles diversiones adolescentes, o no tan adolescentes, de las más necias es romper retrovisores con nocturnidad y porque sí. Nunca he logrado comprender qué tiene de graciosa la actividad de caminar acompañado de uno o varios colegas mientras con la mano van tirándose al suelo los espejos de los coches aparcados. Lo digo, y ya lo pueden suponer, porque fui víctima de este juego imbécil hace un tiempo. Ahí lo encontré, junto a mi vehículo, el espejo roto en varios pedazos. Me costó una pasta arreglarlo, dinero que no habría dudado en cargar en la cuenta de los adultos responsables de los bobos que se aburrieron aquella noche y decidieron matar su inanidad con un poco de ejercicio destrozón. Lo mismo pensarán, sin duda, los dueños de los coches que sufrieron el mismo castigo de los mamelucos que fueron detenidos anteanoche en la calle Domingo Beltrán después de cargarse los retrovisores de tres vehículos estacionados. Y también los ciudadanos que hace unos meses sufrieron en la avenida de Santiago una versión más arriesgada de este divertimento memo: en lugar de ir rompiendo los espejos, dos chavales se dedicaron a practicar equilibrismo sobre los techos de los coches, que al parecer el suelo quemaba aquella noche de octubre. En fin, recuerdo que de chavales nos dedicábamos a colarnos en los garajes cuando se pusieron de moda las puertas mecánicas: entrábamos y salíamos sin que nos viera nadie. ¿Era divertido? No sé, pero no rompíamos nada.
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