Desde sectores de la izquierda social y política venimos expresando reiteradamente nuestra preocupación por el estado de la sanidad pública, a la que vemos en crisis desde antes incluso de que entráramos en la crisis propiamente dicha.
Los servicios sanitarios funcionan cada vez peor. La calidad asistencial se deteriora paulatinamente, a pesar de lo que algunos gobernantes nos tratan de mostrar con datos parciales y manipulados. Cada vez hay más demora en los diversos servicios, la masificación se agrava en los centros de salud, las urgencias hospitalarias están saturadas y el déficit de médicos comienza a ser importante.
Algún prócer de la economía ha dicho otra verdad de Perogrullo: "el dinero presupuestado para la sanidad pública no alcanza a todo", con lo que las desviaciones presupuestarias anuales llegan casi a lo insoportable.
En esta época de profunda crisis y ante este panorama financiero tan calamitoso las recetas que nos vienen dando nuestros gestores y gobernantes pasa por lo de siempre: recorte de gastos y el ahorro en personal mediante la limitación de las sustituciones pertinentes (por vacaciones, enfermedad, etc.), lo que redunda en el deterioro de las condiciones laborales de los sanitarios y consiguientemente en el empeoramiento de la calidad asistencial; otras alternativas pasan por llegar a niveles de endeudamiento insoportables para las entidades provisoras.
Pero merece especial atención otra de las alternativas favoritas de nuestra administración sanitaria, que es esa lamentable política de concertaciones con entidades privadas. Porque las experiencias ya existentes tanto en Europa como en España demuestran que los convenios de colaboración entre lo público y lo privado encarece los costes financieros, ya que posterga el criterio de rentabilidad social ante la exigencia de dividendos de la parte privada; además, los contratos suelen ser muy rígidos y de larga duración.
Es preciso recordar que la sanidad pública no debe nunca ser tratada como una mercancía sino con criterios de eficiencia social. Es un servicio social que debe perseguir el bien social. Y como bien público que es no debe estar en ningún caso sometida a los vaivenes de la economía de libre mercado.
¿Hay alternativas a este estado de cosas (me ciño especialmente a la sanidad pública)? Sinceramente, a corto plazo no lo veo. Sin embargo, a medio y largo plazo afirmo rotundamente que soluciones haylas, siempre y cuando se comience por cambiar radicalmente los hábitos sanitarios de esta sociedad, pasando de esa actitud consumista que lleva a la gente a sobreutilizar los servicios sanitarios públicos (y los fármacos y los aparatos) dimitiendo simultáneamente de la conservación de su propia salud; en ciudadano de hoy renuncia a sus cuidados y se desentiende de sus propias defensas naturales. Prefiere ir mucho al médico, atiborrarse de fármacos y pasar de vez en cuando por esos futuristas aparatos que todo lo detectan. En una palabra: más que ocuparse de su salud, se preocupa por ella.
Pero claro ¿quién ha inducido al ciudadano a pensar y sentir de esa manera? Esta podría ser la cuestión clave para entender lo que está pasando con la sanidad pública. El sistema necesita consumidores más que pacientes, prescriptores de fármacos más que médicos y aparatos más que ojo clínico o experiencia y sabiduría del galeno.
De modo que si conseguimos todos cambiar esta mentalidad y además se elaboran los presupuestos ajustados a las necesidades sanitarias de nuestro tiempo, junto a una gestión que se preocupe más de la eficacia del sistema sanitario que del marketing electoralista y partidario, se completaría todos los elementos que harían posible sacar a nuestra sanidad pública de la grave crisis en que está sumida.