Esta historia ocurre hace más de 40 años en un pueblo de Navarra. Se va a hacer una nueva carretera cuyo trazado, justamente, va a pasar muy cerca de una de esas fosas que horadaron esta tierra aquel verano de 1936; en esa fosa reposan los restos de una decena de hombres, supongo que algunos incómodos para los partidarios del golpe contra la República y otros simplemente incómodos para los intereses personales de quienes les hicieron cavar una zanja, les dispararon y les remataron con sendos tiros en la cabeza. Pues bien, hay un hijo de uno de aquellos hombres que, como otros familiares de los que allí perecieron, conocían no sólo a quienes dispararon, sino el lugar en el que quedaron los restos de sus parientes. Él, su mujer y algún otro familiar de los fusilados logran dar en el Gobierno navarro de la época -franquista para más señas- o entre los responsables de las obras con algún alma con rastro de humanidad que les permite recuperar los cuerpos y enterrarlos -ahora sí- en un cementerio. Sin más ruido ni alharacas, no eran tiempos para eso... Hoy tampoco. Curioso que una democracia que se dice tal, no sólo no ayude a muchos de sus ciudadanos a cerrar la herida de una guerra, sino que además permita que herederos de una dictadura de la que presumen ostentosamente campen a sus anchas valiéndose de la Justicia de un marco constitucional que denostan. Quizá había más humanidad en aquel tipo de hace 40 años que en muchas instancias de esta democracia.