psoe y PP perfilan un pacto con el fin de erradicar, o al menos minimizar, la corrupción de sus cargos, una negociación que se agilizará pasada la Semana Santa y tras el levantamiento del sumario del caso Gürtel, previsto para hoy. Evidentemente, un acuerdo en el sentido de atajar esta lacra para la democracia, que socava un pilar básico de todo Estado de Derecho como es la honorabilidad en la gestión pública, resulta ya más imprescindible que necesario dados los comportamientos nada edificantes que vienen sucediéndose en la mayoría de los partidos y en todos los niveles de la Administración, con los consiguientes descrédito de la política y desapego ciudadano. Unos escándalos que bien merecen el endurecimiento normativo que se plantea, con afección a la ley de financiación de partidos, la ley electoral y la nueva ley de Gobierno local en fase de elaboración, y con la previsión de novedades como apartar a los políticos de la presidencia de las mesas de contratación, restringir la receptación de regalos, exigir las declaraciones de bienes y la actualización de los cambios patrimoniales en dos meses o generalizar las auditorias externas. Unas medidas a las que se podrían sumar otras, como anteponer el modelo de la subasta al concurso en las licitaciones públicas para limitar la discrecionalidad o impedir que la prisión por delitos de cohecho pueda eludirse con fianzas conseguidas con los bienes e influencias que antes se consiguieron irregularmente. Sin embargo, esa batería de iniciativas, con ser bienvenida, no bastará para el loable objetivo que se ansía sin una catarsis en la vida interna de los propios partidos que desprecie cualquier confusión entre las esferas pública y privada, por nimia que sea. Eso pasa primero por aumentar la exigencia en el acceso y, especialmente, por efectuar la pertinente criba donde corresponda al menor síntoma de envilecimiento, dotando además de mayor independencia respecto a los aparatos respectivos a los comités de garantías. Obviamente, ni el bipartidismo ni las mayorías absolutas crean las condiciones más idóneas para combatir la corrupción. Porque la calidad de una democracia se mide, además de por la nitidez en la separación de poderes, por el grado de control efectivo de quien maneja la caja común.
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