aveces, a los que opinamos nos acusan de cebarnos gratuitamente con unos más que con otros. "Con ése te metes haga lo que haga y a otros les perdonas todo", me dicen algunos. Y puede que sea verdad, lo reconozco. Todos tenemos filias y fobias y, aunque les juro que intento aislar mis gustos cuando tecleo para un periódico, hay veces que me es imposible desprenderme de ciertos prejuicios. Yo me consuelo asegurándome a mí mismo que no soy injusto, que sólo alabo o pongo a parir algo o a alguien después de un exhaustivo ejercicio de reflexión, de reprimir mi primera impresión y dar tiempo a que esas sensaciones iniciales se rectifiquen o ratifiquen. Después tomo una decisión y, entonces sí, ya voy a muerte con ello o a saco a por ello. "Puedo parecer visceral, pero os juro que tengo mis motivos para escribir lo que escribo", replico a los que me critican. "Aún así eres injusto. Todo el mundo se merece otra oportunidad", sentencian para desarmarme. Y lo han conseguido. Quizá tengan razón y esté yo cebado con ciertas situaciones que nos rodean o con determinados personajes en concreto. Por eso hoy voy a morderme la lengua y no haré juicios de valor sobre las últimas declaraciones de Silvio Berlusconi sobre que los izquierdistas de Italia quieren llenar el país de inmigrantes para aumentar su masa de votantes y desplazarle del poder. Que los moracos y los negracos deben ser todos rojos, como pobres e incultos que son... ¿Lo ven? Ya me estoy cebando. Vuelvo a ser injusto, como en el titular.
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