COGIÓ el tal Herodes, mosqueado porque le auguraban que un recién nacido sería el nuevo rey -y ningún gobernante que se precie deja el sillón sin luchar con uñas y dientes-, y ordenó aniquilar a todos los varones menores de dos años. Y así se hizo y José, María y el infante pusieron tierra de por medio mientras los soldados de Herodes -que ha quedado para el imaginario popular como uno de los malvados más malvados- se despachaban con la prole judía. Dos cuestiones. Primero, la afición a exterminar niños, recurrentemente recogida en la Biblia: recuérdese que la última plaga en uno de los primeros procesos de liberación autodeterministas de la historia, liderado por Moisés, consistió en acabar con todos los primogénitos varones egipcios, hijo del faraón -Yul Brynner, en Los diez mandamientos- incluido. Segundo, todos los malos malísimos del acervo popular suelen tener una opción de redimirse. Ejemplo paradigmático: el gran Darth Vader -en una saga que por cierto tiene mucho de tradición judeocristiana, pero voy a parar aquí que últimamente te excomulgan por menos de nada-. En favor de Herodes hay que decir que no hacía discriminaciones: al parecer, también se cargó a un par de hijos suyos para evitar que le robaran el trono. También fue autor de la reconstrucción del Templo de Jerusalén -que la humanidad de toda religión y origen se ha dedicado contumazmente a destruir- y financió de su bolsillo la compra de grano a Egipto durante una hambruna. Los humanos somos así, ni blanco ni negro, inocentes de poco y culpables de mucho.