Sucedió en 1985, y también fue a principios de octubre. Un comando dirigido por Abu Abbas secuestró el trasatlántico Aquille Lauro en el Mediterráneo. En la lista de pasajeros los asaltantes descubrieron a un estadounidense. Lo hallaron junto a su mujer en la cubierta, era un paralítico de 79 años. Tras enterarse de que era judío le dispararon en la cabeza y el pecho. Mientras agonizaba, y ella gritaba y lloraba, cogieron la silla de ruedas, con él sentado, y la lanzaron por la borda. Leon Klinghoffer, así se llamaba el anciano, pudo ser Woody Allen o Noam Chomsky. Lo señalo por si alguien aprueba la acción heroica.

El pueblo palestino tenía y tiene sobradas razones para rebelarse. Pero sólo un castrati moral justificaría la crueldad citada aludiendo a la ocupación israelí o aireando causas nacionales. De gris o de marrón, un cabrón es un cabrón, se cantaba en otra época, y desnudos igual: blanco, negro o amarillo, un mal bicho es un mal bicho.

Ahora hay muchos malos bichos en el Índico. Y, si en vez de gure arrantzaleak, los pescadores atacados fueran otros -o meramente españoles- quizás abundaría aquí esa exculpación con la que nos flagelamos, siempre, claro, en cuerpo ajeno: nosotros, los ricos, somos malísimos; ellos, los pobres, hacen trastadas porque los obligamos a ello. Todos los negritos tienen hambre y frío. Vaya usted a Bermeo con ese estribillo de Glutamato Ye-Ye, a ver cómo lo corea el paisanaje.

Es necesario concretar la culpa occidental. Pero cuando unos piratas ametrallan la imagen de la Virgen; violan a otra virgen, ésta real y de once años; abusan de otra chica recién parida y tiran sus medicinas al mar mientras se desangra; y tratan a los secuestrados como a ratas al tiempo que humillan y engañan a sus familias, el verdadero racismo es concluir que tanta maldad sólo tiene un origen económico. De ese modo le negamos al negro -¡el buen salvaje!- la capacidad de ser tan canalla como el blanco. Lo cual, paradójicamente, es considerarlo un ser humano demediado.