Se dijo que era la Octava Maravilla del Mundo y posiblemente fue ella misma la que se apropió del elogio, porque Sarah Bernhardt, aparte de gran actriz fue una mujer con ciertas manías que la hacían diferente a la gran mayoría. No ha habido una artista con más ego que ella. En cierta ocasión, tras un triunfo apoteósico, un periodista le dijo en plan halago que aquella ovación no la había tenido ni el rey de Brasil en su visita a Nueva York. La respuesta que obtuvo dejó boquiabiertos a quienes le escucharon: “Bueno, a fin de cuentas, sólo es un soberano”. 

Lees estas cosas y seguro que te has quedado de piedra. Y no es que se me haya ido la tecla, sino unas realidades que te hacen pensar sobre la extraña personalidad de una mujer que triunfó en todo el mundo, que tuvo un poder extraordinario y que no se doblegó ante la adversidad ni cuando le amputaron una pierna y aún así salía a los escenarios tan endiosada como la primera vez. Cuando se cumple el centenario de su fallecimiento me he permitido hurgar en su biografía en la seguridad de que tanto ustedes como yo vamos a descubrir a un ser excepcional.

NIÑEZ PATÉTICA

Aunque ella se atribuyera en plan dramático el dicho “Mi verdadera patria es el aire libre y mi vocación el arte sin trabas”, Henriette Rosine Bernard nació en París en 1844 como hija de Judith van Hard, una mujer de gran belleza que fue abandonada por su marido, y Edouard Bernard, un joven estudiante de Derecho. Al volver a quedarse sola, la madre hizo frente a la vida montando una casa de citas con su hermana. La vida de la niña en aquel ambiente fue un auténtico desastre hasta el punto de que los vecinos aconsejaron la intervención de un consejo de familia oficial para determinar su futuro.

Ante la idea apuntada por alguien de dejarla a cargo de alguna congregación religiosa, la niña se opuso haciendo una autodefensa que asombró a los presentes. “¡A la Comédie Française!”, fue el grito unánime. Ante la duda de la muchacha, que no tenía muy claro cuáles eran las funciones de una actriz, fue llevada a una representación de Los tres mosqueteros. Era la primera vez que veía una representación teatral. La emoción que sintió determinó su futuro: “Quiero actuar en los escenarios”, les dijo a sus tutores.

DEL NERVIOSISMO A LA GLORIA

Uno de ellos, el duque de Morny, tenía vara alta en la Comédie Française y, apoyado por su buen amigo Alejandro Dumas, consiguió el ingreso en la prestigiosa entidad. A los 18 años, la muchacha cambió su nombre por el de Sarah Bernhardt para debutar como protagonista en Ifigenia, de Jean Racine. Llevada por el nerviosismo, la nueva actriz pareció recitar la tabla del 7 más que dar vida al personaje mitológico. Fue un desastre.

Su fuerte carácter le impulsó a emprenderla contra todo aquel que hizo bromas con su fracaso. Por sólo llamarle “pequeña Bernhardt”, Sarah pegó un paraguazo al portero del teatro causándole una hemorragia tal que la propia mujer, apurada, le hizo la primera cura con trozos de sus enaguas. Años después, siendo ya una diva y en compensación, le regaló una casa de campo en Normandía y le fijó una pensión. En otra ocasión, la joven Bernhardt, sin querer, pisó la cola del vestido de la protagonista, la oronda Madame Natalie. Ésta le empujó contra un decorado derribándole en el suelo. Sarah le insultó llamándole vaca y le propinó una sonora bofetada que provocó el desmayo de la dama. Fue un gran escándalo que supuso el cierre de la Comédie Française para la incipiente actriz por una decena de años.

CRISIS Y MATERNIDAD

La época de crisis que le vino a continuación fue superada con la ayuda de Alejandro Dumas, su eterno amigo, que le abrió camino en Bruselas. Sarah aprovechó la oportunidad conquistando la plaza… y el corazón del príncipe Henri de Ligne. Regresó a París embarazada de Maurice, que nacería el 22 de diciembre de 1864.

Cuatro años más tarde, Sarah Bernhardt comenzó la gran etapa de su carrera al debutar en el Odeón, el segundo gran coliseo de París, con la obra Kean, de su amigo Alejandro Dumas. La valentía de la actriz al enfrentarse desde el escenario a los estudiantes que trataban de boicotear el espectáculo en favor de Victor Hugo y ganárselos para sí, supuso una de sus acciones populares más significativas. A partir de entonces cualquier espectáculo protagonizado por la Bernhardt era foco de atención de la sociedad francesa.

LA GRAN PRUEBA

El 19 de julio de 1870 se declaró la guerra franco-prusiana, uno de los más claros antecedentes de la I Guerra Mundial. En los diez meses que duró, Sarah Bernhardt hizo gala de su patriotismo emocionando a sus seguidores con su arrojo. Puso a su hijo a salvo del asedio que sufrió París y convenció a los dueños del Odeón para transformar el teatro en un hospital cuya gestión dirigió personalmente al involucrar en el proyecto a cuantos médicos y enfermeras conocía.

Los palcos se convirtieron en habitaciones, el patio de butacas y el escenario en salas comunes con camas para los heridos que llegaban del frente. Y en unos y otros la atención de aquella incansable mujer cuyo rostro resultaba muy familiar a los heridos. Uno de ellos la reconoció y le pidió una foto dedicada. “¿A nombre de quién pongo?”. “Foch, Ferdinand Foch” fue la respuesta. Años más tarde aquel joven soldado se convertiría en el Mariscal Foch, héroe de la I Guerra Mundial. La noticia de que Sarah atendía directamente a los heridos en las dependencias del teatro corrió por París como un reguero de pólvora y la popularidad de la mujer creció aún más.

Terminado el conflicto bélico, la vida escénica retornó a la normalidad. La capital francesa quería ver en un escenario a la Bernhardt, tal vez para agradecerle con un aplauso directo su postura durante la guerra. Para su reaparición se eligió cuidadosamente la obra y el personaje: Ruy Blas, de Victor Hugo, y la interpretación de la Reina. Sarah demostró en aquella ocasión que las desgracias de la guerra le habían endurecido no sólo el carácter, sino también el timbre de voz y la seguridad en sí misma. La noche del estreno significó su conquista absoluta de París.

LOS ESCÁNDALOS DE LA DIVA

Regresó a la Comédie Française iniciando una nueva etapa por fuerza agotadora, ya que en sus representaciones era ella la que controlaba todos los detalles para que en las funciones no se dieran fallo alguno. Su figura esbelta, artística y flexible destacaba entre los primores de una exquisita elegancia y hasta en sus menores gestos demostraba que era una consumada artista que dominaba, como soberana, la escena. Adelgazó terriblemente para regocijo de caricaturistas y chistosos que no perdían detalle de cuanto ocurría en derredor de la actriz. Un periódico parisino llegó a publicar: “Llegó un coche vacío y de él se bajó Sarah Bernhardt”.

Las comadres tenían en ella la diana de todos los dimes y diretes que se realimentaban con los personajes que se relacionaban con ella, todos ellos de primera división: Oscar Wilde le llamaba “la divina Sarah”, Victor Hugo había hincado sus rodillas ante ella, Emile Zona la adoraba, Dumas le estaba eternamente agradecido tras la versión que hizo de La Dama de las Camelias, Theodore Roosevelt la visitaba cada vez que iba a París, el príncipe de Gales antes de serlo había conseguido hacer el papel de muerto en una de sus funciones…

Decían los chismes que no sólo era incansable en la escena, también con sus amantes. Había leyendas para todos los gustos con la misma protagonista, una escandalosa Sarah que había tenido cuatro hijos de distinto padre, llegándose a decir sin base alguna que la paternidad de dos de ellos correspondía a Napoleón III y al papa Pío IX.

Francia se le quedó pequeña y en 1880 emprendió una larga serie de giras por el extranjero en el curso de las cuales actuó en las principales ciudades de Europa y Estados Unidos. A su regreso a París, en 1893, dirigió el Teatro Renaissance; cinco años más tarde se hizo cargo de la dirección del Teatro de las Naciones, al que dio su nombre. Sus interpretaciones de Fedra y Adriana Lecouvreur se consideraban insuperables. Se decía que nadie había muerto en un escenario como lo hacía ella. Levantaba al público de los asientos.

BERNHARDT EN BILBAO

Tras actuar en Madrid y Barcelona, Sarah Bernhardt y su compañía cumplieron con el viejo compromiso que tenían con Bilbao. Tomaron el tren expreso en la Ciudad Condal y aparecieron en la capital vasca el 24 de noviembre de 1899 para cumplir contrato con el Nuevo Teatro, que era como entonces se llamaba al Teatro Arriaga previo al incendio que lo destruyó en 1914. Anteriormente, la Bernhardt había sido tentada para inaugurar el 27 de octubre de 1895 el Teatro-Circo del Ensanche, el de la famosa tragedia infantil, pero la oferta fue desestimada. Todos se alojaron en el Hotel Términus, el edificio de la Plaza Circular que ahora ocupa Turismo.

El teatro bilbaíno lució sus mejores galas para ver la representación de La dama de las camelias, obra elegida para la presentación. Dijeron las crónicas que “la Margarita Gautier de anoche dejará entre los espectadores que tuvieron la dicha de verla, gratísimos recuerdos. En toda la obra rayó a gran altura la genial artista y en su papel, cuidadosamente estudiado, no descuidó ni una frase ni un movimiento, todas fueron dichas y ejecutadas a la perfección, distinguiéndose notablemente en la escena final al exhalar Margarita su último suspiro. Aquella escena fue verdaderamente notabilísima por su naturalidad y perfección con que fue desarrollada”.  

Otro tanto ocurrió con Frou-frou de la que se dijo “no se puede pedir más que lo que se veía de cerca, admirando a la artista. Lució riquísimos vestidos, todos muy elegantes y de buen gusto, con un derroche de alhajas y escuchó buenas ovaciones en diferentes pasajes de la obra”.

Murió en París el 26 de marzo de 1923, hace ahora un siglo. No ha quedado constancia de que la enterraran en el ataúd que tenía en su habitación dentro del cual, a veces, se echaba un sueñecito… “para acostumbrarme”, decía. 

¡A LAS ARMAS…!

La pasión de Sarah por el teatro le llevó no solo a interpretar papeles femeninos. Se atrevió incluso a protagonizar Hamlet. A los 74 años le amputaron una pierna, pero no fue obstáculo para que siguiera en los escenarios. Le hicieron una pomposa silla con dos varas para que pudieran trasladarla de un lado a otro. Durante la I Guerra Mundial apareció en distintos puntos del frente francés de esta guisa para arengar a las tropas. Un detalle que Francia no olvida.