Kamala Harris contra Donald Trump. Demócratas contra republicanos. El elefante contra el burro. La batalla del próximo 5 de noviembre por la presidencia de los Estados Unidos parece tener claros a sus protagonistas. Pero realmente, la batalla que decidirá quién será el nuevo o la nueva presidenta de los USA se lleva tiempo peleando de manera silenciosa. Ciertos estados decidirán el futuro de las elecciones, con la participación clave del voto de una de las clases más olvidadas en la sociología norteamericana. Será la clase media-baja blanca la que seguramente decida de qué lado caigan los estados claves para la victoria electoral.

Muchas son las formas de denominar a esa clase media-baja blanca, dependiendo de la latitud geográfica o de la posición que ocupan en la escala social. Withe trash, hillbilies, rednecks… muchas son las expresiones para denominarlos, que nosotros traducimos usualmente como escoria blanca o paletos. Ellas y ellos, junto a las clases trabajadoras de cuello azul, forman parte de un grupo sociológico de gran peso demográfico en ciertos estados, pero sobre todo, lo que les dota de capacidad decisoria en los estados péndulos claves para decantar la balanza en el camino a la Casa Blanca.

Para entender la importancia de su voto es necesario principalmente conocer el peculiar sistema electoral de los Estados Unidos. A diferencia de la mayoría de las democracias occidentales donde la representatividad de los partidos equivale proporcionalmente al número de votos que deja la ciudadanía en las urnas, en el proceso electoral norteamericano cada estado posee un número de electores que viene determinado por el peso demográfico de cada estado. Esos electores son los que eligen presidente o presidenta en este caso. Pero la peculiaridad reside en que el partido más votado, aunque lo haga por un solo voto, se lleva todos los electores de ese estado. Por ello, los que cuentan con más electores pueden inclinar la balanza hacia uno u otro lado. Este peculiar sistema permite, por ejemplo, que el candidato más votado pueda perder las elecciones si pierde en los estados con mayor número de electores en juego.

Esta es la razón por la que existen determinados estados claves en las presidenciales norteamericanas, los denominados estados bisagra, debido a que su voto no está claro por qué candidato se decidirá y la victoria en estos estados bisagra siempre suele ser ajustada. Además, al ser estados con mucho peso demográfico, su victoria significa un gran número de electores, por lo que su importancia es crucial. Georgia, Arizona, Wisconsin, Michigan, Pensilvania, Nevada y Carolina del Norte serán claves por tanto en los resultados del 5 de noviembre.

Un grupo de mujeres blancas en un mitin electoral de Kamala Harris en el estado clave de Pensilvania. EP

Mayor peso demográfico

Estos estados, además, son aquellos en los que las clases bajas y medias blancas poseen un mayor peso demográfico. Es más, algunos como Wisconsin, Michigan o Pensilvania pertenecen al conocido como cinturón del óxido, la zona desindustrializada del nordeste y medio oeste de los Estados Unidos. Una zona de gran florecimiento industrial en los inicios del siglo XX, con una potente industria pesada y de productos de consumo, entre ellos especialmente del sector automotriz y que cayó en decadencia a partir de los años 80, sufriendo el tiro de gracia con los procesos de deslocalización iniciados en los 90 con la globalización.

El resultado de este proceso significó un auténtico drama para la clase trabajadora de la zona. Ciudades como Detroit, la capital del motor de los Estados Unidos, simbolizan el paso del auge al desastre económico, hundiéndose en la criminalidad y la drogadicción tras la desaparición de las fábricas de automoción. El fentanilo, la nueva lacra que está acabando con toda una generación de la juventud norteamericana, es en estas zonas donde se ha expandido de manera más rápida y profunda de todo el país.

Pero, ¿qué implicaciones políticas tiene este proceso histórico y cuál es su relación con las elecciones del 5 de noviembre? Podría entenderse que estas clases bajas son más proclives a votar a los demócratas, como las minorías étnicas; pero eso significaría no entender la actual distribución del voto. En los Estados Unidos actuales, las clases medias y bajas blancas son claramente proclives a los republicanos. Es más, la victoria de Trump en 2016 vino claramente marcada por el apoyo de esas clases empobrecidas blancas.

Entender este hecho implica conocer la historia reciente del Partido Demócrata. Históricamente, este fue el partido de los inmigrantes y, sobre todo, de los pobres y trabajadores de los estados sureños. En los años 60, con la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos, los estados sureños darían la espalda a los demócratas, para pasarse al bando republicano. A pesar de ello, el Partido Demócrata continuaría teniendo el apoyo de su otro bastión, el del electorado de la clase trabajadora. Su cercanía a los sindicatos y a los obreros, sobre todo de la industria pesada, implicaba un apoyo electoral clave para los demócratas.

Kamala Harris en un acto electoral. EFE

Pero sería a partir de los 90, cuando debido a las políticas de Tercera Vía de Bill Clinton y su acercamiento a las políticas neoliberales que ya se vislumbraban en el ámbito republicano, los sindicatos y muchos trabajadores empezaron a dar la espalda a los demócratas. Estos abandonaron a su electorado más de izquierdas en la búsqueda del voto de los moderados y del electorado más de centro. Esta fractura se ahondaría más con la desindustrialización de gran parte de la manufactura tradicional del país y a la apuesta por las causas de las minorías étnicas.

En el fondo, lo que explica este proceso es el intento de los demócratas por intentar definir su idea de liberalismo, balanceando entre las posiciones más izquierdistas y cercanas a sindicatos y trabajadores, o hacia posiciones más de centro, o de políticas más identitarias a favor de las minorías afroamericanas e hispanas. Una traición a la clase trabajadora y a las clases bajas blancas según muchos autores, la cual identifica al partido demócrata con las élites cosmopolitas y acomodadas de Washington y que no tiene nada que ver con la América tradicional y de las clases bajas blancas.

Los republicanos pronto supieron sacar provecho a esta transformación del electorado demócrata. Ya George Bush hijo supo captar la búsqueda de la América profunda del liderazgo perdido en los republicanos. Pero sería Donald Trump el que, a través de su populismo sin complejos, apelase a una nueva América en la que la escoria blanca y la clase trabajadora volviese a aquella América perdida hace varias décadas. “Hacer grande América de nuevo”. El retorno al paraíso perdido de la América tradicional y trabajadora de los 50 de la mano de un magnate salpicado por escándalos en todos los ámbitos. Toda una contradicción que Steve Bannon, asesor de Trump, consiguió hacer creer a la América profunda.

Clases bajas y medias blancas

Este 2024 la batalla se volverá a dar en estos estados, en búsqueda del voto de estas clases a las que ambos contendientes intentan seducir. La elección de los vicepresidentes de ambas candidaturas no deja duda alguna. Serán las clases bajas y medias blancas las que decantarán el resultado de los estados bisagra, muy probablemente por márgenes muy pequeños. Y serán los dos vicepresidentes, J. D. Vance y Tim Walz, los encargados de lidiar principalmente esa batalla.

El caso de Vance es el más claro. Su vida es un ejemplo claro de superación de un joven paleto de los Apalaches, criado por una madre soltera drogadicta, pero que tras un paso por el ejército en Irak, y con una beca por la universidad de Yale, logró no solo el éxito académico, sino también en los negocios, siendo uno de los gurús de Silicon Valley. Su historia, plasmada incluso en una película de Netflix, pero sobre todo, a través de su autobiografía, “Hillbily, una elegía rural”, refleja el intento de superación de esa América industrial que fue traicionada por sus élites, lanzándola a la pobreza y a las drogas, pero que a través de Trump, será grande de nuevo.

Pero si Vance no deja dudas en por qué ha sido elegido como sucesor de Trump, el caso de Tim Walz tampoco deja espacio a pregunta alguna. Gobernador de Minnesota, Walz conecta con el americano blanco medio. Profesor de instituto, también con el necesario paso por el ejército, afable y simple en sus formas de ser, se parece más al vecino de al lado que a los políticos profesionales de Washington. Su campaña, en la que la distensión y las risas lo convierten en el abuelo que todo nieto querría tener, deja claro cuál es el electorado al que busca. Una apuesta por las familias blancas de clase media y baja de la América rural y tradicional.

Por tanto, este 5 de noviembre no serán únicamente Kamala y Donald los que se enfrenten en un combate a muerte. Veremos también si Vance o Walz han tenido éxito y los estados bisagra se tiñen de rojo o azul, en función de la elección de las clases trabajadoras y la escoria blanca. Su decisión será clave para que Trump vuelva a la Casa Blanca, lo que hizo en 2016 gracias a su apoyo; o para que Kamala, que cada vez se ha acercado más a un mensaje más cercano a sindicatos y trabajadores, pueda ser la primera presidenta de los Estados Unidos.

Pero también se verá cuál puede ser el futuro ideológico del Partido Demócrata los próximos años. El muy criticado Biden entendió claramente que su victoria se debía a estas clases por lo que su acercamiento a los sindicatos y a la clase trabajadora ha sido constante durante su mandato. Kamala ha seguido su senda, optando por una campaña en la que ha intentado hacer volver al partido a sus elementos más izquierdistas. El 5 de noviembre todas estas preguntas se verán respondidas en función de que los estados bisagra se tiñan del azul demócrata o del rojo republicano. La escoria blanca volverá a hacer historia para volver a desaparecer de los focos hasta dentro de otros cuatro años, cuando se vuelva a requerir sus votos en el camino a la Casa Blanc