uando llegamos a Moscú, en aquel invierno cerrado en 1991, la situación de la antigua Unión Soviética era caótica y de tal difícil solución que estábamos conscientes de que cualquier mal paso repercutiría en nuestra vida diaria y a muy corto plazo. La URSS seguía siendo una potencia nuclear y una explosión de aquella ficticia Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas podía ser un problema mundial inconmensurable

El viaje lo había promovido Txiki Benegas con la misión de apoyar a un Gorbachov al que le habían dado un camuflado golpe de estado el 19 agosto y en apoyo a la democratización que a duras penas trataba de sacar adelante. En la delegación, además de Benegas y de Miguel Ángel Martinez por el PSOE, estábamos Javier Rupérez y Alejandro Muñoz Alonso por el PP, y Joaquin Molins y yo mismo, portavoces de CIU y del PNV. Viajábamos en calidad de delegación parlamentaria con el objetivo oficial de tratar de mostrar el apoyo del Congreso de los Diputados al proceso democratizador de aquel mosaico de retos. Volvimos espantados.

Llegamos a la capital el domingo. Hacía frío. A las 3.30 de la tarde todo estaba oscuro y el ambiente era plomizo. Nos recibieron representantes del Soviet de las Repúblicas y de la Unión. Unión en ruso es “Soyuz”. Una palabra repetida hasta la saciedad, pero ya casi sin valor real en ese momento.

El lunes visitamos en el Kremlin a los presidentes de los Soviets de la Unión y de las Repúblicas. Era la primera vez que recibían a una delegación extranjera tras su renovación. Políticamente nos dieron la impresión de ser muy inexpertos.

Ese día se reunían los presidentes de las Repúblicas con Gorbachov con el fin de firmar un nuevo Tratado de la Unión, ya que el anterior había originado el golpe de estado hacía meses. No se sabía si acabarían firmándolo, ni cuántas Repúblicas lo harían. La incertidumbre era total. Quizás, debido a esto, el presidente del Soviet de la Unión, un joven político, nos dijo que estaban en manos de Dios. Llamaba la atención escuchar semejante comentario en uno de los despachos del Kremlin, viéndose a través de la ventana las cebollas de las torres de la Iglesia de San Basilio en la Plaza Roja. Seguramente quien es su día dijera que la religión era el opio del pueblo, no estaría muy a gusto en su tumba.

Durante el almuerzo tuve oportunidad de conversar con altos funcionarios de la Dirección para Europa, del Ministerio de Asuntos Exteriores, quienes me confirmaron algo que sospechábamos, es decir, que la administración española, el alto funcionariado, siempre se había opuesto a cualquier iniciativa de la Embajada Soviética en Madrid con relación a Euskadi. La famosa política de estado española. Fiel reflejo de aquello era la postura del embajador español en Moscú, en esos días, Pepe Cuenca, que enviaba informes al ministerio más propios del cuentista Andersen que de un embajador serio.De hecho tuvo problemas con funcionarios de la embajada que consideraron aquellos dossiers impropios de la gravedad de la situación que se vivía al no obedecer a una realidad que estaba a punto de explotar.

Ese día pisamos la calle. Queríamos palpar el ambiente y nos fuimos al metro y nada menos que al Circo, donde me encontré con gente de Bilbao que me saludaron cariñosamente, aunque extrañados de verme allí y ese día. Tras ver la función, fuimos a una calle inmensa llena de tenderetes en donde un sinnúmero de chavales vendían Matrioskas con las figuras de la constelación del poder soviético en este siglo. La figura exterior no era Gorbachov sino Yeltsin. Tras él Breznev, luego Kruschev, tras él, Stalin y así hasta llegar a un diminuto muñeco que representaba al Zar Nicolás. Aquello era todo un síntoma. La figura ascendente era el rollizo y gigantón Boris.

A pesar del frío, los jóvenes compraban helados a pares. Les conté un chiste que siempre contaba Ajuriaguerra que decía que un inglés amigo suyo, en los años cincuenta, se sentía espiado en uno de los viajes que hizo a Moscú, hasta el punto que, al visitar la Plaza Roja, se compró dos helados. Uno para él y otro para el espía. En ese momento daba toda la impresión de que la preocupación del KGB no estaba en nuestra delegación. No había espías a quien regalar helados. Solo bullía la realidad y los helados en invierno.

El Kremlin es un conjunto de edificios donde conviven desde iglesias hasta museos. Una estatua de Lenin, muy discreta, presidía todavía el conjunto, donde se veían más niños con su madres, visitando las instalaciones, que policías o funcionarios gubernamentales. Nada que ver con las películas de agentes secretos.

Llegamos a uno de los grandes edificios. En el primer piso nos esperaba quien iba a ser el nuevo embajador en Madrid, Igor Ivanov, todo un personaje. Hablaba un castellano perfecto, ya que había estado destinado en Madrid de 1973 a 1983, primero como miembro de la agregaduría comercial soviética y, tras el establecimiento de relaciones diplomáticas en 1977, como ministro consejero de la embajada. Un tipo listo que se las sabía todas.

Al poco tiempo, en un salón contiguo, apareció Gorbachov. Traje azul, corbata granate, aspecto sólido, mancha en la frente. Nos colocamos alrededor de una mesa de fieltro verde con forma de T, que suele verse en las reuniones internacionales.

Estuvo hora y media hablando. Su tiempo concertado era media hora. El hombre estaba angustiado. Nos dijo literalmente: “La situación es muy difícil, muy dura. La más dura posible. Ayer no se firmó el Tratado de la Unión de Estados Soberanos. Una Confederación de estados renovados, reformados, pero estados. Mi postura de principio es que si la Unión Política pierde forma de estado, no voy a participar en este proceso. La desintegración del estado federal tendrá unas consecuencias terribles en el sentido humano. Esta era una Unión mezcla de etnias y razas, con 75 millones fuera de su territorio étnico y esto, sin hablar de la situación económica y de defensa. Si esto sigue así ni Jesucristo podrá resolver la situación”.

Otra vez la apelación religiosa. Hablábamos con un hombre que la víspera había vuelto a sufrir un serio revés político y que en ese momento histórico carecía de instrumento de poder alguno, hasta el punto de anunciarnos su dimisión.

“Ya no tenemos casi margen de maniobra -decía-, a lo sumo nos quedan veinte días. Dentro de poco todo habrá terminado”. Tras este preámbulo, nos explicó pormenorizadamente el borrador del Tratado. Quería creer que sería firmado en diciembre tras su discusión en los Soviets. Yeltsin se lo había estropeado.

El problema de fondo era que la desaparición del Partido Comunista, que vertebraba el país, la ausencia de sociedad civil, de cultura democrática e incertidumbre ante la crisis económica y el desabastecimiento hacían muy difícil encontrar una vía serena de salida de tal galimatías. Y la mecha era cada vez más corta.

Nos permitió hacerle preguntas hasta que le llamaron y tras esa hora y media, nos dio la mano y se fue. Nos miramos y nos dijimos que la situación tenía peor pinta que la que pensábamos, mientras agradecíamos que aquel hombre asediado hubiera dedicado parte de su valioso tiempo a una delegación que solo le podía mostrar una solidaridad etérea.

Salimos de aquellas dependencias. El Kremlin siempre se nos había aparecido como el siniestro lugar del poder soviético. Algo inaccesible, secreto e inexplicable. Un ámbito reducido para el ordeno y mando. Sin embargo, allí estábamos nosotros sacándonos fotografías con el fondo de un inmenso cañón, se dice que el mayor del mundo registrado en el Libro Guinness de los récords, de cuarenta toneladas de peso y no muy lejos de una inmensa campana de seis metros de alto y de doscientas toneladas y que al igual que el cañón del Zar, nunca fue utilizada.

Pues bien, la entrevista, por la tarde, con Boris Yeltsin también fue en el Kremlin, a 200 metros del despacho de Gorbachov. Gorbachov, el todavía presidente soviético, tenía al presidente ruso en su misma cueva. Y se palpaba que mandaba intuyéndose su pronta asunción del poder, mientras se iba diluyendo, de día en día, un poder omnímodo que se intuía que ya no era presente en un palacio del Kremlin donde predominaba el amarillo, color que impregnaba todo aquel edificio, que un día fue soviético.

Boris Yeltsin entró pisando fuerte. Nos dio la mano efusivamente. Noté que le faltaban dos dedos de la mano izquierda. Se sentó y nos pidió que le preguntáramos lo que quisiéramos. Gorbachov había hablado casi todo el tiempo solo él. Yeltsin contestó preguntas.

Yeltsin nos dijo que la firma del Tratado de la Unión no era la principal cuestión que tenían planteada, aunque así lo pensara Gorbachov, ya que a su juicio, lo primordial era luchar contra la pobreza, la inflación, el desabastecimiento, el déficit, la deuda exterior. “Estos son los problemas, porque en años no se ha hecho nada. Aquí ya no usamos la palabra Perestroika. Eso estuvo bien en los años 85 y 86, donde se hizo mucho en el campo de la liberalización, de la apertura. Después, los dirigentes comunistas y Gorbachov con ellos se embarcaron en medidas paliativas, tratando de unir algo que no puede convivir: el comunismo, el mercado y la propiedad privada. Es como tratar de que convivan la serpiente y el conejo. Rusia tiene 150 millones de habitantes, 16 repúblicas autónomas, cinco regiones y diez comarcas autónomas. Somos por tanto los más interesados en la firma del Tratado de la Unión, y también queremos sanear la economía, pero no queremos la dictadura del centro”, comentaba enérgicamente un Yeltsin entusiasmado por su estancia en Barcelona, diciendo que a él la gustaría la independencia que tiene Catalunya. Había sido operado en la capital catalana de una hernia discal que le provocaba una ciática aguda el año anterior. Nos contó lo contento que estaba de aquella operación. Le habían invitado a un programa de TV3 y había pedido que le operaran porque “no quedaría bien que un futuro presidente de la URSS tuviera un pie paralítico”.

Le pregunté si creía que dimitiría Gorbachov si no se firmaba el Tratado de la Unión. Me contestó que era preciso antes quitar las minas del camino que se oponían a dicha firma y en cuanto a Gorbachov argumentó que había cambiado mucho tras el golpe. “Siempre pensó que estaba tratando de derrocarlo. Y yo lo salvé. Tenemos relaciones normales de trabajo. Él presta mucha atención a la firma del Tratado, porque no le gustaría presidir el ocaso de la Unión Soviética. Puedo intuir que podría dimitir”.

Aquel gigantón era todo efusividad y agradecimiento a los catalanes que le habían operado pensando que si lo hubiera hecho en Moscú igual no hubiera salido vivo.

El martes por la noche tuvimos una entrevista con empresarios, funcionarios de la embajada y estudiantes. En esas reuniones con pinchos se habla con mucha gente. Algunos pensaban y nos lo dijeron, que el gobierno español debería diversificar sus relaciones con las repúblicas y no seguir apostando ya por Gorbachov. Los italianos se estaban moviendo como anguilas en todas las Repúblicas, mientras Felipe González, a su juicio, seguía apostando por una Unión inexistente en la práctica. Otro comentario que nos hacían era que solo vascos y catalanes pueden hablar con las Repúblicas Bálticas. Madrid, tras su cerrada postura y su reconocimiento a última hora, lo tenía difícil. Al embajador Cuenca, un diplomático de Jaén, de muy vieja escuela, aquello de la explosión de una fortaleza como la URSS en diversas repúblicas le hizo confundir sus deseos unionistas con la realidad.

El miércoles por la mañana estuvimos con el ministro de Asuntos Exteriores, Eduard Shevardnaze. Nos recibió en un coqueto salón rosado del piso 7, de un inmenso edificio tipo Empire State, de 23 plantas. Es un edificio muy conocido.

Mesurado, elegante, con su onda blanca en una cabeza conocida por los medios mundiales, en el momento de las presentaciones, y al decir que era vasco, exclamó. “¡Entonces somos parientes!”. Político georgiano, destacó que siempre se hablaba del parentesco remoto “entre nuestros pueblos”.

Nos dijo que había aceptado volver al Ministerio porque todavía conservaba alguna esperanza de que se firmara la Unión. Era partidario de la autodeterminación de los pueblos y que estos, poco a poco, de abajo a arriba, fueran compartiendo soberanía en política exterior, defensa, moneda y algunos aspectos económicos. No era partidario de imponer nada.

Creía que si no se llegaba a un acuerdo, surgirían de inmediato dos problemas. La aparición de la extrema derecha, con amplia votación e ideas expansionistas, o el inicio de guerras civiles por cuestión de fronteras internas, con derramamientos de sangre y conflictos a escala mundial.

Nos dijo que no había que dramatizar que no se hubiera firmado el pasado lunes el famoso Tratado, ya que por esa razón se discutiría en los Soviets (parlamentos) de las Repúblicas y eso daría al acuerdo un estado más sólido.

Tanto Gorbachov como Yeltsin y Shevardnaze nos hablaron del más espinoso de los asuntos. La proclamación aquel 1 de diciembre de 1991 de la independencia de Ucrania, con su arsenal nuclear y sus problemas fronterizos con Rusia, tras la anexión de Crimea y una amplia zona rusa por parte de Ucrania, en virtud de una alcaldada de Kruschev en 1957.

Le pregunté a Shevardnaze por la creación de partidos políticos, las Repúblicas Bálticas y el nacionalismo. Sus respuestas, así como toda su intervención, nos ilustraron sobre la calidad de una buena cabeza, quizás, en aquel momento, el sustituto lógico de Gorbachov aquel mismo mes de diciembre. No fue posible.

Tuve el atrevimiento, visto su comentario sobre los georgianos y los vascos de invitarle a viajar a Euskadi, cuando pasara, si pasaba, la vorágine en la que vivían. Aceptó encantado. Benegas y Rupérez arrugaron la nariz.

Estas fueron las notas cogidas a vuelapluma de la vivencia de unos hechos históricos único de una semana clave y tras las entrevistas con los protagonistas máximos de lo que estaba ocurriendo en la derrumbada patria del socialismo real observando el desastre, humano y político, que se estaba produciendo.

Como también terminó diciendo Shevardnaze: “Solo queda trabajar y rezar”. ¡Casi nada!

En ese momento daba toda la impresión de que la preocupación del KGB no estaba en nuestra delegación

Mijail Gorvachov estaba muy angustiado. Nos dijo: “La situación es muy difícil, muy dura. La más dura posible”