Bruselas - La victoria del candidato republicano Donald Trump ha vuelto a poner la casa europea patas arriba. Un club que ya estaba desordenado, con un miembro que acaba de dar un sonoro portazo y los habituales cabeza de familia sumidos en la parálisis a la espera de nuevos comicios en el Elíseo y la cancillería germana.

Ante una nueva encrucijada, vuelve a presentarse la primera incógnita sobre si esto servirá para unir a los socios europeos o para separarlos aún más. Como primera reacción los Veintiocho han vuelto a repetir un esquema ya muy conocido: convocar una reunión extraordinaria de calentamiento en la que no se esperan conclusiones sino tan sólo un primer intercambio de puntos de vista. Será hoy con una cena de los ministros de Exteriores previa a la reunión de mañana, una cita ya programada en la agenda.

Bruselas también debe enfrentarse a otro problema de difícil solución: un complicado equilibrio entre el pragmatismo de mantener las tradicionales alianzas con el principal socio comercial y primera potencia del planeta y la necesidad de establecer líneas rojas ante un posible contagio populista en un momento en el que la ultraderecha europea ha saludado con euforia la victoria de Trump. Hay que pactar con el diablo sin que se note demasiado so pena de que Marine Le Pen y Geert Wilders, líderes de la ultraderecha francesa y holandesa respectivamente, empiecen a parecer menos temibles.

Sobre la primera tarea, los primeros pasos están resultado arduos. No sólo la prensa europea y estadounidense infravaloró las posibilidades reales de que el candidato republicano llegara a la Casa Blanca, las cancillerías europeas también se dejaron contagiar por la impresión de que lo imposible simplemente no podía suceder. Un patán racista y misógino no podía ganar a la brillante y preparada Hillary. La habitual prudencia comunitaria -a veces desquiciante- dejó paso incluso a los comentarios a micrófono abierto sobre las preferencias de los líderes europeos por la candidata demócrata. Pero, como tantas veces en la Historia, lo imposible pasó.

cumbre urgente En los pasillos comunitarios se reconoce con sinceridad que nadie tiene en la agenda los números del equipo de Trump, ni el de transición ni el que puede convertirse en definitivo. Los Veintiocho quieren tomarle la medida al flamante presidente estadounidense, y para ello, en uno de los primeros gestos tras recuperarse del soponcio, el presidente de la Comisión Europea Jean Claude Juncker y el del Consejo, Donald Tusk, invitaron a Trump a una cumbre transatlántica en suelo europeo a la menor brevedad. La máxima representante de la diplomacia europea, Federica Mogherini, también espera un encuentro con el magnate estadounidense lo antes posible, adelantándose incluso a la jura en el cargo del 20 de enero. Mientras, intenta ponerse en contacto con su equipo, por el momento, sin demasiado éxito.

Europa ansía que aquello que dicen algunos analistas sea verdad: Trump es un candidato de cartón piedra, un bravucón que sabe perfectamente que no puede cumplir aquello que dice y ese establishment que él tanto desprecia acabará arrollándole como acaba sucediendo en menor o mayor medida con todos los presidentes del mundo. Pero aunque el león pueda no ser tan fiero como lo pintan o él mismo se pinta, algunas cosas ya han cambiado.

tratados en el aire Antes de que haya jurado su cargo, la UE (también sumida en su propia crisis interna sobre la conveniencia del libre comercio) ha decidido dar por congelado el acuerdo de Libre Comercio de Inversión con EEUU (TTIP por sus siglas en inglés) que despierta serios recelos tanto para la ultraderecha proteccionista de Le Pen como para la izquierda de Syriza o Unidos Podemos, y las dudas ambivalentes de los socialistas franceses y alemanes que en los últimos meses ya habían empezado a remar fuertemente en su contra.

Si Europa girará hacia el proteccionismo o sólo será una veleidad pasajera lo dirá el tiempo. Lo mismo sucede con el reto de una política de Defensa propiamente europea. Trump amenaza con poner en cuestión el principio de defensa mutua dentro de la Alianza en una suerte de chantaje para que los países europeos incrementen su gasto y no carguen sobre los hombros de Washington su seguridad nacional. Una última idea, por otra parte, compartida por la Administración Obama y por Clinton pero a la que numerosos países europeos se oponen pese al empuje de Alemania y Francia en esta dirección.

Una vez más, otra amenaza, ésta vez ejemplificada en una primera potencia mundial en decadencia, vuelve a cuestionar hacía dónde se dirige el barco de la integración europea.