Casi medio siglo después de que terminara, en el corazón de Europa todavía quedaba una gran cicatriz surgida como consecuencia de la II Guerra Mundial. Alemania permanecía dividida en dos, tutelada por los países vencedores de la contienda. El 31 de agosto de 1990 los gobiernos de la República Federal Alemana (RFA) y de la República Democrática Alemana (RDA) firmaron el Acuerdo para la Reunificación de Alemania y pusieron la semilla de un gran proyecto que, pese a crecer inicialmente en las arenas movedizas de las relaciones internacionales de la época, ha alcanzado 25 años después tal esplendor que le ha permitido ser el líder de la actual Unión Europea.
A finales de los años 80 el continente vivió una serie de acontecimientos sociales y políticos que debilitaron el gobierno de la RDA, liderado por el Partido Socialista Unido de Alemania. Así lo explica el profesor de Historia de las Relaciones Internacionales de la Universidad de Deusto, Iñigo Arbiol: “Sobre todo influye la entrada en escena de Mijaíl Gorbachov en la Unión Soviética. Con sus reformas pone fin a la Doctrina Brézhnev, que estipulaba que en caso de que un país de la órbita soviética o del Pacto de Varsovia quisiese salir, la Unión Soviética tendría la potestad de intervenir”. La posibilidad de que la URSS no interviniese en el caso de un cambio político en la RDA azuzó a la oposición y se iniciaron las primeras protestas de la población, que demandaban más libertades y más participación en la vida política del país. El gobierno de la Alemania Oriental se vio obligado a aflojar las riendas y, por primera vez en 45 años, se sentó a hablar con la RFA sobre la unificación. “En unos años hay una serie de cambios en Europa a nivel estratégico y geopolítico que le empujan a la RDA en esa dirección”, detalla Iñigo Arbiol, “además, había también una crisis migratoria, porque la gente se estaba escapando hacia Checoslovaquia y Hungría y eso le generaba a la RDA un problema que tenía que gestionar sin el apoyo de la Unión Soviética”.
Al otro lado de la mesa se sentaba la RFA, que, lejos del comunismo, estaba tutelada por los países aliados. Para ella la reunificación suponía un gran reto no exento de graves dificultades económicas y sociales, pero que también ofrecía un horizonte mucho más halagüeño que el que proponía seguir con Alemania partida en dos: “Estaba perfectamente calculado que la unificación alemana iba a tener un costo económico, social, político, etc. No le empuja a la reunificación un sentimiento nacionalista, aunque también pesa el hecho de que los alemanes de ambos lados en ningún momento de las décadas que estuvieron separados perdieron su sentimiento de pertenencia alemán”. Para la Alemania Federal el proceso debía ser analizado a largo plazo: “Alemania unificada sería mucho más fuerte y sería capaz así de recuperar su propia soberanía, que había perdido en 1945. El grupo de políticos que lidera el proceso de unificación es consciente de que Alemania tiene muchas más posibilidades de prosperar unificada, aunque tenga un coste inicial elevado durante un tiempo. Sabían que a largo plazo les iba a ser más rentable económicamente, industrialmente y estratégicamente. Tenía mucho más potencial como país unificado que por separado”.
Mientras el canciller Helmut Kohl hacía malabarismos para convencer a todos los implicados a los dos lados de la frontera, los dirigentes de las grandes potencias mundiales jugaban una partida de ajedrez con Alemania como tablero. La generación de Margaret Thatcher o François Mitterrand había aprendido a crecer, como personas y como políticos, entre las consecuencias de la II Guerra Mundial y pensar en una Alemania unificada y libre de la tutela exterior podía resultar inquietante. “En 1989 Alemania todavía es percibida como una amenaza a la estabilidad europea. No es que Francia y el Reino Unido se mostraran contrarios a la unificación, sino que en realidad se mostraban cautos respecto a los tiempos. Hoy vemos claro el futuro de Europa, pero en aquel entonces la integración europea seguía siendo un reto. La estabilidad en términos de seguridad, la Europa del Este o el futuro de la Unión Soviética eran un desafío, algo desconocido”, describe el profesor de la Universidad de Deusto. Las incógnitas sobre el rol de la Alemania resultante dentro o fuera de la OTAN hacían que británicos y franceses abogasen por una unificación más lenta y controlada.
Por el contrario, Estados Unidos abogaba por una fusión más ágil. Más bien era el presidente George Bush el que apostaba por una Alemania unida, ya que dentro de su propia administración había voces que clamaban por todo lo contrario. “Una Alemania unificada dentro de la OTAN era una herramienta muy útil para Estados Unidos”, apunta Iñigo Arbiol, “la postura de Bush de estar a favor de la unificación tiene que ver mucho con un cálculo geopolítico y estratégico para tener a Alemania dentro del conjunto de países de la órbita occidental. Una Alemania unificada bajo el control de occidente era una baza muy sólida en el frente oriental de Europa y era una garantía fundamental para crear un nuevo orden internacional capitalista democrático donde la seguridad estuviese controlada por la OTAN”.
El 31 de mayo de 1990, en Washington y dentro de un acto excepcional en plena Guerra Fría, Bush y Gorbachov firmaron un acuerdo por el cual permitían la reunificación de Alemania y su ingreso en la OTAN, así como reconocían la soberanía del Estado Alemán. Para Iñigo Arbiol esta es una muestra del excepcional talante de Gorbachov: “Él lo podía haber gestionado de otra manera. Es él quien decide y ahí está ese mérito quizás poco reconocido. Es un socialdemócrata convencido que gobierna un país comunista. Decide que esa doctrina no puede ser y que tiene que haber un socialismo con una base de libertad y de participación”.
Finalmente, y después de una profunda reforma interna en la RDA, el 31 de agosto de 1990 se firma el acuerdo de unificación, que entraría en vigor el 3 de octubre. Durante muchos años la Alemania Oriental sufre para ponerse a la altura de la otra mitad del país, pero la política implantada por Kohl terminaría triunfando. En solo dos décadas Alemania recupera su peso en la Comunidad Económica Europea y tiene un papel crucial en el Tratado de Maastricht, donde nace la actual Unión Europea. Iñigo Arbiol diferencia dos fases que explican el resurgir de Alemania desde las cenizas de la II Guerra Mundial hasta la plenitud del siglo XXI: “La primera lleva a la Alemania Federal a impulsarse como un motor económico europeo. Está cimentada en las reformas, la inversión y la capacidad que tiene el pueblo alemán de reconstruirse a sí mismo y avanzar. En ese sentido han sido los japoneses de Europa. También hay una gestión adecuada de los recursos públicos. Después está la segunda fase, en la que tras la unificación Alemania pasa a ser la locomotora de Europa”. Para ello la RFA invirtió hasta dos billones de euros en la RDA. Incorporó en la mitad más deprimida de la unión su modelo de éxito que había funcionado en la RFA.
Es innegable que el artífice de todo este proceso fue Helmut Kohl, un líder que, en cuanto a filosofía y visión, se encuentra en el extremo opuesto al de Angela Merkel, la actual canciller alemana. “Creo que ambos tienen muy poco que ver como políticos”, analiza el profesor de la Universidad de Deusto, “Kohl es un estadista, un hombre con muchísima visión de Estado y visión de Europa. Pensaba en Alemania, pero sabía que estaba dentro de un proceso de integración europeo y en un contexto de relaciones internacionales muy delicado con el fin de la Guerra Fría, con la gestión de la relación de Alemania con la URSS, de la relación de Alemania con Estados Unidos, etcétera”. De Kohl destaca su capacidad para llegar a acuerdos con líderes mundiales que tienen diferentes ideologías: “Hizo una gestión de sus relaciones exteriores como pocos han sabido. Supo negociar y consensuar con hombres como Mitterrand, Gorbachov, o Felipe González que eran socialdemócratas, cuando él era un democristiano. Pero a la vez supo negociar con Thatcher o con Bush, que eran liberales”. Además, Arbiol pone en valor que de fronteras para adentro, pese a ser del CDU dio prioridad al gasto social: “De los dos billones que se calculan que el Oeste invirtió en el Este, el 65% fueron a prestaciones sociales y otra gran partida fueron para infraestructuras para tratar de alcanzar en el Este el nivel del Oeste. Todo esto es propio de un estadista. Para un democristiano no está en su agenda priorizar la cuestión social, pero él lo hizo porque sabía que era fundamental y tenía visión de Estado a medio y largo plazo. Es algo que no hacen la mayoría de los políticos que gobiernan”.
Todo esto contrasta con el actual talante de Alemania en Europa, personificado en Angela Merkel. “Ella tiene su propia agenda que tiene que ver con los intereses única y exclusivamente de Alemania. Tiene una visión de conjunto de Unión Europea y de construcción conjunta muy escasa”, describe Iñigo Arbiol. Los germanos aportan grandes cantidades de dinero a los presupuestos de la Unión Europea y a los rescates de países como Grecia, pero su liderazgo parece estar inspirado únicamente en la voluntad de velar por los intereses de Alemania. “Creo que Alemania ha perdido esa capacidad de pensar, ver, sentir y creer a medio y largo plazo”, sentencia Iñigo Arbiol, “como otros países, responde a una política cortoplacista, de cuatro años, de elecciones y reelecciones. No se parece en nada a una generación de líderes que Europa y el mundo tuvieron a comienzos de los 90. Aquellos políticos supieron ver más allá de su propia existencia como gobernantes. Supieron priorizar sus acciones en razón a una hoja de ruta mucho más alejada”. Un cuarto de siglo después, el continente persigue la maquinaria perfecta que conduce Angela Merkel, una bestia implacable que no recorre las vías que Helmut Kohl imaginó para su locomotora.