Me encanta disfrutar de todo aquello que trae el otoño. Dicen que es la estación más triste de las que se suceden a lo largo del calendario y, aún así, tiene momentos, eventos, sabores, colores y olores que merecen ser degustados en su justa dimensión, como el cambio de hora y todo el debate, cíclico y recurrente, que se conforma de manera machacona según se acerca el mes de noviembre. La hemeroteca atestigua que no ha habido año en la última década larga en el que la polvareda sobre la necesidad o no de modificar el horario vigente no haya capitalizado el interés de los medios de comunicación llamados a generar tendencias y a conformar la opinión pública. Los mismos expertos en cientos de materias con las mismas opiniones en los mismos espacios y con los mismos titulares. Y así será hasta que se tome una decisión al respecto que ponga un poquito de paz ante tanto desasosiego. Supongo que tal expectación por recibir siempre los mismos imputs obedece a que es una de esas cuestiones susceptibles de aparecer y capitalizar las conversaciones de ascensor durante la segunda quincena de octubre. Sin ese argumentario sobre la conveniencia de adelantar los relojes, esta parte de la Humanidad se quedaría huérfana.