Aparte de entrar de cabeza en el otoño, en el climatológico y en el marcado por el calendario, arrinconando ya las menorquinas, el bronceador y las bermudas para hacer sitio a los paraguas, los chubasqueros y las botas de agua, estos días me están sirviendo para odiar con todo mi alma el mes de septiembre, en el que el mundo parece volverse un poco más loco de lo que acostumbra. Unas semanas de vacaciones cuando aprieta el calor han obrado el milagro de reactivar a toda la sociedad a la vez, como si el mundo se acabase en unas horas. Y eso, para alguien como yo, ya entrado en años y sobrado de achaques, es una fuente continua de quebraderos de cabeza. Y ya no estamos para estos trotes. Es una evidencia que después de haber disfrutado de las mieles de dedicarse exclusivamente y a tiempo completo al dolce far niente el personal tiene cargo de conciencia por la falta de producción y desea revertir las tornas. La calma ya no existe y todo se necesita para ayer, no sea que se ponga a llover en serio y nos quedemos aislados y sin posibilidad de arrear los caballos de la diligencia. Perdón por la ironía, pero me temo que a veces se nos olvida que el calendario también incluye meses como octubre y noviembre e, incluso diciembre, aparte de todo 2026. Qué cruz.