Sí, lo sé, me repito más que el ajo. Y no se crean, porque a mí tampoco me hace gracia exponer mi fisonomía con una foto en la que, por decirlo de manera delicada, no salgo lo más agraciado posible: Tampoco estoy cómodo compartiendo mis neuras entre todos aquellos que tienen a bien centrar su mirada en este pequeño rincón del periódico. En cualquier caso, y como no hay remedio, seguiré compadeciéndome desde estas líneas de mí mismo y de la manera que tengo de contemplar el mundo que me rodea. Sin ir más lejos, les quería trasladar lo que me ocurrió el otro día en un conocido local de hostelería de Gasteiz. Pedí, como acostumbro, un pintxo de tortilla. Lo que me llegó en el platillo era lo más parecido a una sopa con tropezones que he visto en mi vida. Incluso estuve tentado de pedir una cuchara para degustar aquello. Supongo que cada maestrillo tiene su librillo, y que recetas hay tantas como presuntos chefs en el mundo de la gastronomía profesional. Lo que ocurre es que, en ocasiones, el ingenio y la perspectiva de cocinero estrella nos lleva a los consumidores por el camino de la amargura. Ya no es cuestión de ser más o menos purista en materia de gustos culinarios; todo pasa por saber dónde se tiene la cabeza y dónde los pies.