Pues ya estamos otra vez con la burra a cuestas. No hay fin de semana en el que no tenga que llevarme las manos a la cabeza cuando recibo la dolorosa en un local hostelero en la capital alavesa. No soy una de esas personas de gustos tan exquisitos que requieran de un riñón o de un ojo de la cara para hacer frente a los precios de lo que se consume. Habitualmente, con una caña bien tirada, fresca y con su espuma justa, me basta y me sobra, por lo que pagar lo que se pide en según qué locales se me hace más duro todavía. Es evidente que a los profesionales del sector les han subido la minuta en casi todos los suministros que luego ellos transforman en consumiciones. El café se ha convertido en un producto para ricos, la electricidad está por las nubes, el precio de los alquileres hace eones que requiere de un sobreesfuerzo económico, hay bodegas que creen que sus caldos son celestiales y que, por ende, necesitan de la contribución de todos los integrantes del panteón para satisfacer el ticket, y hay refrescos que se han salido de madre. Es evidente que tales circunstancias han de acabar afectando al bolsillo de los consumidores, pero de seguir así la cosa, por mucho que nos guste la barra de un bar, estamos poniendo en riesgo la gallina de los huevos de oro.
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