El pasado fin de semana disfruté como nunca de los susurros que acostumbran a regalar las gargantas de cientos de chavales y chavalas licenciosos cuando las horas del reloj invitan a estar recogido en casa. Fue tal la situación de hartazgo que perdí un poco los nervios y estuve tentado de armarme con un cubo de agua y lanzarlo por la ventana, contenedor incluido, para ver si así lograba una pausa de sigilo nocturno para regodearme en las diatribas de Morfeo. Les pongo en antecedentes. En la calle en la que me ha tocado residir hay uno de esos locales de ocio nocturno de moda cuyos clientes, habitualmente, hacen caso omiso del derecho de los vecinos a planchar la oreja como dictan los cánones. Los citados, imagino que embrutecidos por las circunstancias y las costumbres, berrean como ciervos en celo en las faldas del Gorbea cuando abandonan el antro en cuestión, que es de esos que genera actividad policial cada mañana de los días en los que abre la persiana para ofrecer un remanso de tranquilidad y sosiego a tantos jóvenes sin mucho más que hacer, dado lo avanzado del calendario. Dios me libre de negar a quien quiera fiesta su espacio y su oportunidad, pero mejor nos iría si antes de convertirse en un energúmen@ vociferante, se echa mano de un poco de empatía y educación.
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