El otro día caí en la cuenta de que mi hijo tiene entre sus pertenencias un sinfín de Tyrannosaurus rex, Triceratops y Velociraptores de todos los tamaños, texturas, materiales y colores. Las representaciones de la citadas bestias prehistóricas pueblan cada rincón de casa, incluidos los recovecos del sofá en los que, sin comerlo ni beberlo, más daño pueden hacer en la retaguardia humana amparados en una aparente invisibilidad entre los pliegues del mueble en el que uno acostumbra a desparramarse según llega de trabajar. Los citados, están también en buena parte de su ropa, incluidos calcetines y calzado, y forman parte de su ecosistema audiovisual, ya que no se pierde ningún capítulo de varias series en las que estos lagartos venidos a más son los principales protagonistas. Así que, ante tanta profusión, no me está quedando más remedio que estudiar para aprenderme los nombres y las formas de comportarse de unos bichos que hace eones que dejaron de existir, pero que, por aquello de la fortaleza de la industria enfocada a los infantes, se han convertido en leitmotivs de la vida de toda una generación de criaturas. Ya, en mis días buenos, soy capaz hasta de catalogar a los saurios por su grado de mala baba o por su alimentación. Qué cruz.