El otro día pasé la jornada en compañía de familia. Fue, como de costumbre, una sucesión de instantes muy agradables haciendo aquello para lo que está diseñado el ser humano en su variante ociosa, es decir, comer, beber y reír, y no necesariamente en ese orden. Todo fue muy ameno, incluso la descripción de mi persona y de mi aspecto que me regaló mi suegra. Fue de sopetón. Sin medias tintas. Y de forma tan cruda que casi sangraba. El caso es que, para sus ojos, me he avejentado con tanta rapidez que ya no ve en mí el mozo vigoroso que conoció antaño. Tampoco le agrada mi presunta pérdida de peso, y eso pese a que yo casi ya no me veo los pies por la dimensión y el volumen abdominales que tanto me ha costado adquirir. Tampoco le hacía gracia mi cara de cansancio y de sueño acumulados. Y así me lo trasladó. En fin, que sin quererlo ni beberlo, regresé a casa con el pack completo. Un tres en uno que ni en las mejores ofertas del supermercado. Así que, nada más llegar a mi domicilio, me instalé delante de un espejo para tratar de acotar los términos de mi nueva configuración fisonómica. Y la verdad es que, pese al disgusto inicial provocado al contemplar mi reflejo, lo que vi no me desagradó más que de costumbre. Sigo siendo yo. Eso sí, con todos los defectos, que son infinitos.