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Mesa de Redacción

César Martín

Cabestros

La vida no siempre es agradable. Acostumbra a enriscarse sin avisar, en ocasiones con machacona insistencia. Por eso me fascina la existencia de ese perfil humano que es capaz de mostrar una sonrisa a quien le interpela, incluso si está desgarrado de dolor, desesperación o crispación por dentro. Con el paso de los años, he logrado identificar a estos sujetos por sus especiales dotaciones para la empatía y el engranaje social. Son la contraposición a esa otra categoría que, por resumir, podría englobarse bajo el epígrafe de cabestros. La RAE define a estos como bueyes mansos que sirven de guía a las reses bravas, principalmente en los encierros. Los citados estarían así catalogados no necesariamente por su mansedad, sino por no ser capaces de levantar la cabeza ni siquiera en gesto de educación ante un saludo preceptivo. De estos últimos es conocida su toxicidad y rasgos que hacen que compartir intereses con ellos sea un ejercicio de paciencia elevada al cubo y de templanza para no mandarles allá donde amargan los pepinos. En fin, supongo que al final nadie es perfecto y que Dios o la providencia o las leyes de la genética moderna habrán tomado sus consideraciones por alguna razón a la que, de momento, no he sido capaz de llegar.