Pues no sé yo si puedo decir que me gusta. Acabo de revisar lo acontecido en la Super Bowl, la finalísima de la liga NFL, la competición estadounidense de fútbol americano. Y me he quedado igual que estaba, es decir, como una vaca mirando al tren. Aparte de imponerse el equipo denostado por Donal Trump, los Philadelphia Eagles, hecho que aporta un toque de jocosidad intersante al asunto, lo cierto es que no he acabado arrobado por la plástica de los deportistas en liza. Me imagino que hace falta tener un par de genes yanquis y tiempo para devorar la programación televisiva para degustar en su justa medida un espectáculo creado para la mentalidad que se gasta al otro lado del Atlántico. Solo las cifras, marean. 400 millones de facturación publicitaria. Las entradas para asistir en directo han costado oficialmente entre 6.600 dólares y 9.500 dólares (las normalitas). Y el espectáculo reúne a más de 210 millones de espectadores televisivos. En ese sentido, todo abruma. Todo, menos lo interesante de verdad. Me explico: cualquier partido de nuestro fútbol con el Alavés implicado me hace hervir la sangre, gane, empate o pierda. Visitar Mendizorroza, aún con todos sus achaques, me sigue poniendo carne de gallina. Los colores de la camiseta me ponen de buen humor... Ahí está la diferencia.
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