Según el locuaz guía argentino que enseñaba Lisboa a un heterogéneo grupo de turistas hispanohablantes, Pessoa escribió alguna vez que solo por haber sentido el viento en el rostro merece la pena vivir, y lo cierto es que allí arriba, junto a la barandilla de un mirador de la Alfama, la brisa del luminoso Atlántico refrendaba una por una las palabras del poeta, que como persona sensible que era cumplía con su deber de recordar a la gente que en las cosas aparentemente más pequeñas, siempre gratuitas y a veces inesperadas, es donde se esconden esos momentos fugaces que llamamos felicidad. Todos estos recuerdos y vivas sensaciones brotaron de nuevo cuando ese mismo viento le dio la vuelta al paraguas de aquel turista henchido de romanticismo, ahora de nuevo narcotizado habitante de una ciudad verde y gris que, con el pan bajo un sobaco y los bajos de los pantalones empapados por la generosa lluvia primaveral, sujetaba de mala manera las llaves de casa con la mano que le quedaba libre. Y se dijo a sí mismo que sí, que Pessoa tenía razón, qué demonios, y se armó de paciencia a la espera de que la vida le brindara otro de esos modestos y a la vez grandiosos momentos de plenitud que demasiadas veces nos pasan desapercibidos en este mundo de locos.