Siempre vuelvo a casa del trabajo de noche. Más de 12 años con la misma rutina y no consigo relajarme. Lo tengo tan asumido que realmente no le doy importancia hasta que al llegar a casa me doy cuenta de la tensión que llevaba. Apenas son 15 minutos andando, pero desde que salgo por la puerta de la oficina, mi cabeza y mi cuerpo se ponen en alerta. No miro el móvil ni una vez, miro quién va delante o si oigo caminar detrás de mí, busco las aceras con bares que estén abiertos, llevo las llaves en la mano, camino más deprisa... La desconfianza y la inseguridad que sentimos nosotras en muchos lugares nos hace desarrollar ciertas estrategias de defensa. Por ejemplo, algo que parece tan sencillo como darte una ducha rápida después de hacer deporte en el centro cívico o en un polideportivo se convierte a veces en toda una odisea. Da la casualidad que ese día estás sola porque ha ido menos gente a clase o porque las demás han preferido ducharse en casa. Pues ese día todo cambia. Tu cabeza y tu cuerpo se ponen en alerta. Desde la ducha no se ve la puerta de los vestuarios y cualquier ruido te hace dudar por si ha entrado alguien. Te duchas lo más rápido que puedes y te vistes en dos minutos. Sales del vestuario y piensas: “lo he conseguido, no me ha pasado nada”.