el pasado lunes por la noche andaba con prisas por llegar a casa. Volvía en coche con mi hija y una compañera del entrenamiento de baloncesto. No es que desde El Pilar hasta Zabalgana el trayecto sea interminable, pero ya se sabe que entre las esperas de los semáforos, el BEI y demás obstáculos para los conductores en esta ciudad a uno se le hace más tarde de lo normal. Y si al día siguiente es día laborable, pues como que a uno le apetece todavía más llegar si las manecillas del reloj se acercan a las 21.00 horas. Fruto de todo ello, en la rotonda de América Latina aceleré cuando el semáforo estaba a punto de ponerse en verde. A lo sumo, dos segundos antes de lo que marcan las normas de circulación sin reparar en que cerca mío estaba un policía municipal. Pues bien, se puso a mi altura y me instó a bajar la ventanilla para darme un buen tirón de orejas con ese aire altanero que les caracteriza. Por fortuna, no me cayó la multa de rigor que escuece de lo lindo. Asumo el error y de aquí en adelante prometo ser más formal al volante, pero al poco de estar reposando en casa me hice una pregunta. ¿Cuánto mejoraría mi salud mental si todos los policías fueran igual de rigurosos? Me vino a la mente la barra libre con las dobles filas en la Avenida Zabalgana. El Ayuntamiento se pondría las botas.