“Qué bonito es el fútbol, qué pasiones despierta”. Evaristo y compañía tenían claro que el secreto del circo es la irracionalidad de un negocio multimillonario. “Gol en el campo, paz en la tierra”. Grandes ingresos para unos pocos y opio para anestesiar pulsiones reivindicativas. Con este escenario resulta cínico apelar a la mesura y la corrección absoluta. No pretendo alentar comportamientos execrables de algunos, síntoma de males que afectan a toda la sociedad, no sólo al fútbol. Pero resulta ofensivo criminalizar cualquier tipo de acción colectiva de los aficionados atrapándolos en el saco ultra. Como si fueran intrusos indeseables. Quieren clientes, no hinchas. Y mucho menos si son críticos. Se persigue desde La Liga a grupos como Iraultza obviando, aunque lo saben, que la existencia de muchos grupos de animación ha contribuido a mejorar el clima en las gradas. El mal está en cada uno. También les señalan desde su púlpito estrellas de la prensa deportiva que si hablaran de economía, ciencia o geopolítica no ganarían lo que ganan. Unos y otros piden cordura a unos aficionados que luego deben perderla para pagar 90 euros por una camiseta de plástico, 120 por una entrada o para dejarse un dineral en ver el fútbol por la tele y contribuir así a mantener el chollo de unos pocos. Pagar y callar.
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