La pregunta de rigor por parte de mis hijos nada más levantarse por las mañanas no puede faltar nunca. Papá, ¿vamos al colegio en coche o en BEI? Si opto por la segunda opción, lógicamente se ponen de morros porque les toca andar unos cuantos metros hasta la parada y ellos prefieren la opción más cómoda. Todavía no me he detenido a explicarles que sentarme delante del volante me produce cada vez más pereza. Se amontonan ya las razones para ir en BEI y dejar a buen recaudo el coche en casa. Al principio, me entraban sudores fríos por los peligros de algunas rotondas donde hace falta casi ser Fernando Alonso para no sufrir algún accidente. Luego están los dichosos atascos y los insufribles tiempos de espera por los semáforos, el tranvía... Claro que de un tiempo a esta parte hay más enemigos que desaconsejan utilizar el vehículo. Están esos motoristas que te rozan el espejo retrovisor antes de ponerte en marcha y quieren ser los más listos de la clase para emular a Marc Márquez. Por desgracia, todo es susceptible de empeorar. De vez en cuando también emerge algún iluminado que se interpone en tu camino en mitad de la carretera o que, estando el semáforo en rojo, no duda en cruzar el paso de peatones incluso a un ritmo parsimonioso. En definitiva, una auténtica pesadilla.