Puntual como solo puede serlo un despertador, la alarma del móvil anunció a las siete y diez de la mañana el advenimiento del Ciber Monday, que amaneció gris, húmedo y anodino como cualquier otro lunes de un noviembre cualquiera. Nada más tomar conciencia de sí mismo, repasó las tareas pendientes clasificadas en su cerebro, un poco agobiado porque a los habituales quehaceres se van sumando ya los preparativos navideños, hizo un pis y se dispuso a desayunar, con la duda de si las agujetas y la flojera que le atenazaban se debían a un exceso de ejercicio, a un déficit de sueño o a una incipiente y amenazadora gripe. Una preadolescente ojerosa apareció en la cocina, con cinco minutos de retraso sobre el horario previsto, y cuando regresó a la cama para regalarse diez minuticos de inactividad física y mental, se encontró bajo el edredón a un niño planchado como una camisa de boda. Una vez consumada la reparadora siesta mañanera, echó un vistazo a la prensa y comprobó de esta forma, como cada día a esas horas, que por mucho que pesen y se repitan las semanas y las rutinas, la previsible normalidad es la patente manifestación de que las cosas van mas o menos como deben.