Hace poco más de un mes hice una de esas burradas que solo se me ocurren a mí y decidí ir al gimnasio con un amigo que está bastante en forma. La burrada vino cuando me empeñé en seguirle el ritmo en pesos y repeticiones. Conseguí hacer todos los ejercicios que me propuso y con los pesos que él usaba, pero pagué un coste muy alto: hice tanto ejercicio que se me desgarraron los músculos y todo lo que estaba dentro se fue al torrente sanguíneo. Es decir, una rabdomiolisis de campeonato. De mi ingreso me llevo maravillosos recuerdos de mis charlas con las enfermeras, con el cura y con mi compañero de habitación, pero si hay algo que aprendí es que lo peor nunca es el golpe, es lo que viene después. Los días más duros no fueron en los que me dolían tanto las piernas que no podía moverme, sino en los que ya me había cansado de mirar la misma pared blanca y todo mi cuerpo se resentía para recordarme que esto era mi culpa. Y desde entonces no paro de recordar aquella lección cada vez que veo un bombardeo en Gaza, una nueva protesta violenta, un nuevo gobierno que pende de un hilo y a una nueva oposición dispuesta a lo que sea. Todos estos golpes los podemos encajar ahora, pero en el futuro pagaremos un precio que atisbo muy alto.