Marchó al fin septiembre, mes funesto por dejar atrás el solaz veraniego y en concreto este último infame además en lo político por su absoluta esterilidad a los efectos de la gobernación de este Estado complejo. Feijóo se empeñó en acudir a una investidura imaginaria, soñando con cuatro tránsfugas socialistas como si el felipismo anidara en la bancada del Congreso, y ha convertido la democracia española en una charlotada inservible. Si acaso con la salvedad de Sánchez, el único que ha ganado tiempo para sus contactos tentativos en la sombra en favor de su investidura. Ésta sí probable, ERC y Junts mediante. Feijóo ha protagonizado en realidad un sucedáneo de moción de censura al Gobierno posible por su incapacidad para mover un solo voto más allá de sus socios navarros y canarios. Pues su vigente acuerdo estratégico con Vox constituye no ya una línea roja para el resto, sino una auténtica zanja que conforma una trinchera singularmente en contra de las realidades nacionales periféricas. De ahí que resulte una patraña que Feijóo haya renunciado a la Moncloa por no transigir ante cesiones inaceptables como si hubiera podido disponer de los apoyos suficientes. Más allá de sostener la falacia de la exclusiva legitimidad para gobernar de la fuerza más votada hasta el mismo ridículo de que un tosco diputado por Valladolid le pusiera ante el espejo de su incongruencia. Pese a la perversión que supone instrumentalizar un proceso de investidura, Feijóo parece contentarse con el fruto de su discurso electoralista por si mediaran nuevos comicios: la legitimación interna frente al ayusismo rampante, en particular en la prensa diestra. Aunque su política territorial de tierra quemada le haya alejado más si cabe del PNV, una contradicción tratándose del presidente del PP más regionalista de su historia, si bien rehén de la ultraderecha como ninguno para rematar tamaña paradoja. Como hace un siglo, y para no prolongar esta interinidad institucional tan dañina, este mes entrante debería erigirse en otro octubre rojo, pasando del socialismo teórico –ya no de Marx– al socialismo real, fáctico, cuyas obras se publican en el BOE. Un socialismo entreverado de los acuerdos multipartitos en este Estado diverso y plurinacional imprescindibles para garantizar una investidura presidencial, sí, pero sobre todo una gobernabilidad duradera enfocada a solucionar problemas y no a agravarlos. Y ahí se incluye obviamente el encaje de Euskadi y Catalunya sobre la base del pacto, sin unilateralismos, en el caso vasco con exigencia férrea –y previa– del máximo de autogobierno como pilar de prosperidad. Estabilidad se llama y a procurarla están llamados todos los que han votado contra Feijóo sin plantear imposibles de salida. En aras a la cohesión social primero, mediante la vigorización de los servicios públicos y sus prestaciones, y en paralelo a un desarrollo económico que antes que nada vele por sus tractores, las pymes y los autónomos, y genere un empleo de calidad creador de talento. Justo lo que necesitamos de nuestros políticos. Hoy como nunca.
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