Como seres conscientes de nuestra propia existencia que somos la mayoría de los humanos, tendemos a buscarle un sentido, una razón, a todo. Las guerras, por ejemplo, siempre tienen o bien un responsable, o una justificación. O alguien tiene la culpa de lo malo que nos pasa, o bien es consecuencia de nuestras decisiones. Un día la tierra tiembla y mueren 40.000 personas de golpe, quién sabe cuántas más han perecido de hambre y frío, y a quienes observamos con horror esta tragedia nos asalta el desconcierto. Porque aquí no hay causa alguna achacable a la debilidad, la ambición o la maldad humana que haya desatado semejante carnicería. Simplemente, dos placas tectónicas han friccionado, pura física, y se ha desatado la catástrofe. ¿Qué sentido tiene, qué explicación trascendental le damos a todo esto, nosotros que desde que pintábamos en las cuevas creemos que todo lo que ocurre gira a nuestro alrededor? Quizá deberíamos asumir, a estas alturas, que existimos porque estamos cerca de una enorme bola de gas ardiente y porque por aquí hay carbono, y que toda la poesía con la que adornamos esta incuestionable realidad está solo dentro de nuestras cabezas, y que no por ser así esa poesía deja de ser verdad. De hecho, es lo más valioso que tenemos.