Desde esta semana habitamos la Tierra –con mayúscula– 8.000 millones de personas. Se necesitaron 125 años para pasar de 1.000 a 2.000 millones, pero los últimos mil se han sumado en apenas doce años. De hecho, somos 33 humanos más cada quince segundos al registrarse en ese breve lapso 65 nacimientos y 32 muertes. Las previsiones indican que en 2023 India superará a China como el país más poblado del mundo y que llegaremos a los 9.000 bípedos en 2037, concentrándose la mitad de este incremento en otras siete naciones además de la hindú: República Democrática del Congo, Egipto, Etiopía, Nigeria, Pakistán, Filipinas y Tanzania. Ojalá ninguno de ustedes se quedara por el camino.  

Estamos sin embargo a las puertas del colapso demográfico, también porque la esperanza de vida ha aumentado nueve años desde 1990, básicamente por la mejora de la sanidad en el Sur aun con todas sus deficiencias. Resulta urgente estabilizar el crecimiento poblacional con la observancia de la tasa de reposición de 2,1 hijos por mujer y para ello necesitamos antes que nada corregir la desigualdad de género global. Lo que pasa en primera instancia por que las mujeres tengan acceso universal a la educación como premisa para la autonomía económica que les haga enteramente dueñas de sus decisiones. Por ejemplo para ser madres, porque la mitad de los embarazos en el mundo no son deseados, así que cada año 121 millones de mujeres dan a luz a su pesar. Al margen de que acaban en aborto el 60% de las gestaciones accidentales ante la falta de disponibilidad de métodos anticonceptivos, cuando no directamente por su desconocimiento.

Si subsanar la carencia de servicios de planificación familiar constituye todo un reto, no le va a la zaga el de satisfacer las necesidades mínimas de todos para minimizar los conflictos y las migraciones masivas. Un desafío que conlleva más consumo y a su vez mayor producción, que de no mutar en ecológica acarreará una degradación medioambiental probablemente ya definitiva. Se impone también un consumo consciente, que las decisiones de compra no obedezcan solo al precio. Pues quienes producen barato no pierden margen de beneficio para invertir en neutralidad climática y a menudo transportan su mercancía desde los enclaves remotos que amparan la esclavitud laboral, con el consiguiente impacto sobre el planeta, además de sobre esa pobre gente. Y ojo, no es más ecologista quien mejor recicla para así aplacar su conciencia, sino quien menos basura genera. 

Precisamos por tanto de un doble pacto, de género y verde. Se trata de asentar una economía circular que ensalce como ventaja de mercado la competitividad basada en las relaciones laborales igualitarias que humanizan la producción y en unos procesos que contribuyan a la descarbonización. Las prácticas sostenibles en lo social y lo medioambiental se erigen en clave de eficiencia empresarial y antídoto contra el desarrollismo caníbal.