El pasado lunes científicos de la NASA hacían colisionar con éxito una pequeña nave espacial no tripulada contra un asteroide a once millones de kilómetros de la Tierra. La misión DART supone el primer ensayo de defensa contra cuerpos celestes que en el caso de impactar contra la Tierra podrían, según su tamaño, provocar los mismos efectos que una bomba nuclear o, en el peor de los escenarios, acabar con la vida sobre el planeta. El experimento pretende comprobar si el impacto de este satélite artificial de apenas 600 kilos de peso y cuyo módulo principal apenas supera las dimensiones de un frigorífico puede hacer variar la trayectoria del asteroide Dimorphos, una pequeña roca espacial de 160 metros de diámetro. Reconozco que la noticia me dejó impactado, nunca mejor dicho, y una vez repuesto del asombro no acierto a concretar si sentí alivio o preocupación. Y es que no sé si me tranquiliza o me inquieta saber que hay gente ocupando su conocimiento en estas tareas y que incluso existe una Oficina de Coordinación de Defensa Planetaria. Por un lado alivia saber que se trabaja en evitar un suceso que pondría fin a nuestra existencia y por otro lado asusta pensar que lo hacen porque existen posibilidades reales de que pueda ocurrir algún día.