ace unos meses nos abrieron cerca de nuestro amado templo del cortado mañanero una zanja para meter vaya usted a saber el qué por el inframundo. Fue una obra celebrada por nuestro querido escanciador de café y otras sustancias ya que los operarios tomaron por costumbre acudir a sus estancias para llenar la panza y el espíritu. Terminada la obra, nos comimos cuatro días de asfaltado con unos follones de tráfico de aupa el Erandio y un olorico para salir corriendo. La cuestión es que hace unas semanas, dos metros más para allá, volvieron a abrir otra zanja para meter el mismo no sé qué, lo que supuso levantar parte de lo asfaltado previamente. Y aquí los viejillos sospechan que, una de dos, o hay algún listo en algún despacho institucional al que no le llega la sangre al cerebro o, lo peor, esto se ha planificado así queriendo. Esto nos ha recordado a los tiempos en los que un aitona que ya nos dejó sostenía que la proliferación de bolardos en las calles de esta sacrosanta ciudad podía obedecer solo a dos razones: o había un contubernio público-privado para que las empresas bolardianas hicieran su agosto de manera permanente, o, en realidad, estos instrumentos del mal tenían vida propia y habían decidido empezar a construir su imperio mundial desde Vitoria.
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