a tenemos aquí otra vez el puñetero cambio de hora. Dos veces al año, para arriba y para abajo cambiando todos los relojitos que hay por casa y, para aquellos que más lo sufren, acostumbrarse a ese cambio de ritmo para el cuerpo. Nos habían prometido que se iba a acabar esto de andar jugando con las manecillas -de hecho, el de este domingo debería haber sido ya el último-, pero parece que lo siguen fiando para largo y que, como mínimo, hasta el 25 de octubre de 2026 seguiremos con la misma cantinela inútil. Y no porque quienes nos gestionan no hayan trazado planes para finiquitar lo que hoy ya a casi todos nos parece un anacronismo inexplicable, ya que ni siquiera los sesudos informes que antaño hablaban de la reducción del consumo eléctrico se sostienen. Que esa es otra, lo que siempre se ha vendido como positivo para gastar menos luz ahora nos dicen que no era para tanto. Tanta gaita -seguramente con unos cuantos trincando de chiringuitos y mamandurrias- y una consulta respaldada por el 80% de los europeos a favor de la eliminación, para nada. Pero claro, igual mejor eso que meterse en el berenjenal de decidir la franja -¿el de invierno o el de verano?- o, en nuestro caso, pensar en abandonar de una puñetera vez el huso horario de Berlín que instauró el dictador en 1940. Que ya va siendo hora.