e cuestionaba hace poco más de un mes, en una de mis presencias en este balcón, el temor que me generaba pensar en cuál sería la siguiente desgracia que nos pudiera sobrevenir. La realidad supera a la ficción y los peores vaticinios terminan siempre cumpliéndose. Cuando parecía que nada podía torcerse más en estos dos años malditos, retrocedemos a los peores tiempos de la historia de la Humanidad con la invasión de Ucrania por parte del megalómano Vladímir Putin y el ejército ruso. Por si no hubiéramos tenido suficiente con una pandemia o la erupción volcánica del Cumbre Vieja ahora estamos contemplando en riguroso directo la hilera de ciudadanos ucranianos abandonando en estampida todo cuanto habían logrado amasar durante sus vidas para convertirse de repente en refugiados políticos y sumergirse en un futuro incierto en cualquier país de Europa. Las estampas de ucranianos con el rostro desencajado, tirando de su maleta con rumbo a la frontera más cercana o el desgarrador llanto de niños aferrados a los brazos y el cuello de su padre antes de una separación, quien sabe si definitiva, nos devuelven a imágenes de conflictos como las dos Guerras Mundiales o la Guerra Civil y que estábamos acostumbrados a ver solo en fotografías en blanco y negro de los libros de Historia.
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