o les voy a engañar. Desde que uso mascarilla, mi barba ha crecido hasta situarse en un estadio previo al cosaquismo. Y no solo por dejadez, que también, sino porque mi cara rasurada al extremo, con el trabajo que ello implica, solo se me ve ya en casa y por la noche, una vez concluidas mis labores profesionales y sociales, estas últimas, reducidas a la nada absoluta desde hace tantos meses que ya ni me acuerdo. Y, a decir verdad, he de confesar que no me supone ningún sonrojo saberme en posesión de un apéndice capilar que crece y envuelve con vigor gran parte de mi cara, entre otras cosas, porque me parece una manera como otra cualquiera de suplir las carencias de cabellera que, en ese sentido, sufro desde la época en la que Franco era corneta. Sin embargo, no todo el mundo piensa como yo. Sobre todo, quienes sufren mi aspecto de primera mano. De hecho, creo que ya hay una colecta en curso para enviarme con ella a un barbero profesional para que gestione la frondosidad de canas nacida al amparo de la pandemia. En fin, supongo que esto de la imagen me supera y que los convencionalismos sociales imponen cierto decoro en las formas, aunque estas no se vean. Así que, dadas las circunstancias, me temo que toca pasar por chapa y pintura.
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