iento ser cenizo, pero cada vez que uno de nuestros sacros prebostes lanza las campanas al vuelo ante la evolución de las estadísticas inherentes al control de la evolución de la pandemia global, se arma la marimorena. Y no lo escribo con ánimo de ser especialmente ácido con quienes gestionan los asuntos públicos y sus capacidades, o falta de ellas, para hacerlo con cierta jerarquía y rigor, sino para recordar que en este año que recorre sus últimos estertores las hemos visto ya de todos los colores, incluso, después de asistir a anuncios grandilocuentes que daban por finiquitado al bicho del demonio y que alababan sin mesura el presunto talento de este país-nación-Estado o conglomerado de sensibilidades nacionales -que cada cual elija la que mejor le encaje- y de sus habitantes para sobreponerse a las adversidades con disciplina y buen hacer. El caso es que me da cierto vértigo asistir nuevamente a los discursos de antaño respecto a la mejora de los datos de contagios y a las peticiones de manga ancha respecto a la llegada de la Navidad, que implica, al parecer por decreto, lo de saltarse a la torera las mínimas reglas de prevención ante una enfermedad que, por si no nos habíamos dado cuenta, ya se ha llevado por delante a miles de personas por estos lares.