e de reconocer que, con la consolidación de la pandemia y de todas sus consecuencias sanitarias, sociales y económicas, mis andares por la calle se han transformado. Antes discurría despreocupado por la vida, con mil pájaros en la cabeza, y con los problemas habituales del que está acostumbrado a ese tipo de pobreza que obliga a trabajar para poder comer caliente cada día y dormir bajo techo. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, el bicho origen del covid-19 y responsable de mil y una desgracias personales ha transformado la vida de la mayoría de la gente hasta límites insospechados. Primero, con el confinamiento y las múltiples desescaladas, después con las restricciones para evitar una segunda ola y con las guerras políticas de unos y otros, más preocupados de atacar al rival que pelear todos juntos para cortarle las alas al patógeno. Todo ello ha propiciado la modificación del carácter del personal. No es para menos. Ver al gentío embozado hasta las orejas no tranquiliza demasiado. De hecho, yo procuro pasarme de acera cada vez que me topo con alguien por la calle, que es cada día según abandono mi domicilio o esta redacción. En fin, que dicen que a la fuerza ahorcan. Supongo que será cuestión de acostumbrase.
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