En uno de los clásicos reencuentros con un viejo amigo de la infancia hace pocos días, reparé en preguntarle sobre cómo le iban las cosas a su padre después de tanto tiempo sin vernos las caras. Su respuesta resultó de lo más tajante: “Se jubiló y ahora está en Benidorm. Chiringuitos de playa, tostarse al sol, sus vinitos... Ya sabes, la buena vida”, vino a explicarme con una sonrisa socarrona. En ese momento me cercioré de que, pese al inexorable paso del tiempo, aún soy joven y el coco responde. Hablo del plano estrictamente laboral, por supuesto, porque algunas arrugas ya no se pueden disimular. Es decir, salvo que toque la lotería o algo por el estilo, todavía ni sé los años que me pueden esperar delante del bendito ordenador sobre el que escribo estas líneas –aunque llevo más de dos décadas al pie del cañón, parece que el primer día fue ayer– para vivir una especie de retiro dorado en algún paraíso. En España está sobre la mesa el debate de seguir incrementando la edad de jubilación a la vista de que la sostenibilidad del sistema de pensiones se halla siempre en entredicho. Solo sé que tendré que cotizar todavía un carro de años y entonces temo que, para cuando llegue ese día soñado por cualquiera, mis facultades no serán las mismas y Benidorm será un sueño difícil de ver la luz.